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Al pie de la vida

Quelle: 

Periódico Granma

Autor: 

El doctor Jorge Luis Quiñones Aguilar
cumple en Sierra Leona
su cuarta misión médica.
Foto: Cortesía del entrevistado

“Hermano, estoy en el primer grupo que parte para Sierra Leona. Un poco nervioso, pero bien. Vamos a mantener el contacto aunque esté lejos”. Del otro lado de la línea supuse a Quiñones en la fila de médicos que llamaban a sus familiares y amigos para darles la noticia. Para despedirse.
 
“Cuídate mucho, eso es lo principal. No de­jaré de escribirte”. Intenté sonar alegre, con­fiado. Cuando colgué, lo imaginé protegido por una escafandra blanca, en un país ex­traño y rodeado de muerte. Esa imagen me acompañó durante las últimas semanas, has­ta que recibí un correo suyo asegurándome que estaba bien y me contaría en pequeños mensajes sus vivencias en África. Yo le pedí que me dejara compartirlas.
 
—¿Cómo fue el viaje?
 
—Volamos en un Il-96 de Cubana de Avia­ción. Fueron casi nueve horas, sin escalas. Car­gábamos en la cabina todo el equipaje, pues a nuestra llegada no permitirían abrir las bodegas del avión, ante el riesgo de infección de la aeronave. Durante el vuelo, unos dormían o intercambiaban con colegas, y otros leíamos documentos que nos habían entregado en La Habana; pero se podía percibir preocupación. Ya no estaríamos en una sala de conferencias. A partir de ese momento todo sería de verdad, sin profes ni modelos.
 
Ponerse o quitarse el traje de protección requiere la ayuda de otro compañero.  
Foto: Cortesía del entrevistado
 
—¿Sentiste miedo al llegar?
 
—Miedo… no sé. Creo que una mezcla de alegría y tristeza, porque dejé muchos afectos en Cuba. Pero me sentía preparado para en­frentar la tarea. Autoridades del Ministerio de Salud local, de la Brigada Médica Cubana y el embajador de Cuba en Ghana, que a su vez atiende a Sierra Leona, nos recibieron en el salón del aeropuerto. Luego nos ubicaron en cuatro hoteles. A mí me correspondió el Ma­riam, junto a otros 79 compañeros, en Free­town, la capital. La travesía fue de unas cuatro horas. Me llamó la atención la vegetación, muy similar a la de Cuba, y la alegría con que nos saludaban los pobladores en cada asentamiento por el que pasábamos, como si hubiese llegado alguien importante.
 
—Estás muy cerca del ébola. ¿Es una enfermedad controlable?
 
—Es una enfermedad muy agresiva y contagiosa. Según las estadísticas oficiales, cerca del 50 % de las personas infectadas ha so­bre­vivido, aunque sabemos que muchos mue­­ren sin acudir al médico. Es en la comunidad y no en los hospitales donde se podría cortar la cadena, actuando sobre los contactos del enfermo; no obstante, en este momento, la atención, según el protocolo, se centra en los enfermos que acuden al hospital.
 
—¿Cómo ha sido el contacto con los pacientes infectados?
 
—Muy duro. El primer hospital aprobado por la OMS para nuestro desempeño fue el Ke­rry Town, construido con el apoyo del go­bierno británico y la ONG Save the childrens, donde se desempeñan más de 70 cu­banos. Yo trabajaré en el Hasting 2, cuya obra civil ya se inauguró, pero hemos estado laborando mien­­tras tanto en hospitales como el Hasting 1, que es atendido por personal nacional. Allí tuve el primer contacto con los enfermos, una experiencia impactante, porque fue como mi­rar a los ojos de la muerte. Brindar un vaso con sales rehidratantes, ad­ministrar el medicamento indicado o simplemente ofrecer una palabra de apoyo, era alentador para aquellas personas, de las cuales sabía que la mitad o más iban a morir en las próximas horas o días.
 
“Allí también conocí a Caldier, una niña de tres años que encontré sola en su cama du­rante el pase de visita. Toda su familia había muerto; sin embargo, parecía que la pequeña sobreviviría. Yo solo pensaba en su futuro, porque nadie la reclamaría al darle de alta. El otro que me impresionó fue Jusef, de 23 años, comerciante de la calle. Después de 21 días en el Hasting 1, ya se sentía recuperado; cuando le dijimos que el resultado del último examen del laboratorio había dado negativo, dio un salto de alegría, luego preguntó cómo podía ayudar y se incorporó al grupo de so­bre­vi­vientes que trabajan en las comunidades co­mo promotores, o en los centros de aislamiento como personal de ser­vicio”.
 
—¿La cultura popular es una barrera en la lucha contra el ébola?
 
—Sí, porque hay quienes ven la enfermedad como algo pasajero, que no es mortal. Sin embargo, han disminuido los ritos funerarios donde lavan el cuerpo del fallecido y comparten su sudor para apoderarse —según ellos— de las ideas y conocimientos del difunto. Las playas se han cerrado para evitar aglomeraciones de personas. Existe una gran campaña de promoción de salud, con canales de televisión dedicados a informar sobre el ébola, y se han instalado vallas en las avenidas y calles con mensajes para prevenir el contagio.
 
—¿Cómo es un día común de ustedes en Sierra Leona?
 
—Cuando no hay trabajo, permanecemos en el hotel, estudiando; pero si hay que trabajar, nos levantamos bien temprano: aseo, desa­yuno a las 6:30 a.m., y a los ómnibus para ir al hospital. Nos dividimos en tres equipos (generalmente uno o dos médicos y tres enfermeros en cada uno). Permanecemos una hora con los pacientes, y luego descansamos du­rante dos: el estrés del trabajo, más el uso de la escafandra o equipo de protección personal (PPE) agota bastante. Esta rotación se repite dos veces por cada equipo. Al regreso al hotel, nos despojamos de la ropa del trayecto, la lavamos y almorzamos. Luego se descansa, hacemos ejercicios físicos para in­crementar la capacidad de resistencia, y nos comunicamos con la familia por email o por Facebook.
 
—¿La escafandra se maneja fácilmente?
 
—Para ponérnosla se precisa ayuda de otro compañero, quien escribe el nombre del portador en la espalda y el pecho, para identificarnos. Lo que más molesta es la sudoración que provoca, hasta que nuestros cuerpos se adaptan y el malestar disminuye. Está formada por diferentes elementos: un overol impermeable con gorro, botas, dos o tres pares de guantes (según el modelo), gafas o pantallas protectoras, respiradores especiales que cu­bren nariz y boca, y el delantal.
 
Cada vez que retiras uno de los aditamentos, estás obligado a lavarte las manos. Hay un movimiento que denominamos “la danza de la vida”, para za­farnos el overol de los hombros sin tener que tocarlo. Cada paso es inviolable. Lo importante es no dejar desprotegido ni un milímetro del cuerpo para evitar contacto con el vi­rus. Por último, nos duchamos con agua ca­liente y nos ponemos piyamas para esperar el próximo turno de trabajo.
 
—¿Cómo ven a los cubanos el resto de los profesionales de la salud que trabajan allá?
 
—Los equipos de trabajo de varios países han solicitado la incorporación de profesionales cubanos, y al preguntarles por qué la res­puesta se reitera: por su nivel científico, fuerza y convicciones. Se refieren a nosotros en términos de valentía, solidaridad, desinterés y al­truismo, básicamente. Eso nos llena de orgullo.
 
—La noticia del contagio del médico Fé­lix Báez fue dura, ¿verdad?
 
—Muy dura. A Félix lo conozco de la Cujae y de compartir la sala de conferencias durante la preparación. Los más cercanos a él dicen que es una excelente persona y buen médico. El contagio es algo que puede suceder con cualquiera de nosotros, pero uno lo ve como una posibilidad remota, quizá por un mecanismo de defensa del subconsciente. Por eso la noticia de que Félix estaba enfermo nos sor­prendió, y también hizo que redobláramos esfuerzos para protegernos. Hoy sabemos que está en Cuba, fuera de peligro, lo que nos alegra mucho, ya que aquí ha ocurrido algo así como un “incremento familiar”: la familia de uno es la de todos, compartimos las experiencias laborales y hasta las bromas son bien recibidas. En medio de tanta tensión, más que amigos, haces hermanos.
 
—Es una misión difícil…
 
—Es una misión médica sin precedentes. Estuve en Pakistán, Haití y Venezuela, y no he visto nada igual. Mucha gente cuenta con nosotros y hay un alto riesgo. Serán seis me­ses duros, pero no irresistibles. Tenemos que protegernos y proteger al compañero que está atendiendo un caso. El miedo es nuestro aliado, porque nos acompaña siempre: si dejamos de sentirlo, aparece la confianza, y con ella, el riesgo de infectarnos se incrementa, así que es mejor sentir mucho miedo y culminar nuestra tarea vivos.