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La visita del ingeniero

Datum: 

16/02/2015

Quelle: 

Periódico Granma

Autor: 

Fidel, Almeida y Raúl, a la salida de la prisión el 15 de mayo de 1955.

Capítulo del libro inédito Los padres de un hijo de la Patria en el que los progenitores narran pasajes de la vida del inolvidable luchador

El 17 de febrero de 1927 nació en La Habana el Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque. A raíz de su deceso el 11 de septiembre del 2009, Fidel escribió una semblanza de su compañero de lucha en la que expresó: “Tuve el privilegio de conocerlo: joven negro, obrero, combativo, que sucesivamente fue jefe de célula revolucionaria, combatiente del Moncada, compañero de prisión, capitán de pelotón de­sembarcando del Granma, oficial del Ejército Rebelde —paralizado en su avance por un disparo en el pecho durante el violento combate del Uvero—, comandante de Columna, marchando para crear el Tercer Frente Oriental, compañero que comparte la dirección de nuestras fuerzas en las últimas batallas victoriosas que derrocaron a la tiranía. Fui privilegiado testigo de su conducta ejemplar durante más de medio siglo de resistencia heroica y victoriosa, en la lucha contra bandidos, el contragolpe de Girón, la Crisis de Octubre, las misiones internacionalistas y la resistencia al bloqueo imperialista”.
 
En octubre de 1981, el destacado periodista recientemente fallecido Luis Báez, con la anuencia del Comandante Almei­da, entrevistó a los padres del combatiente: Juan Bautista Al­meida Pérez y Rosario Bosque Montalvo —Juanito y Charo—, testimonio que conservó en sus archivos hasta que en el 2011 redescubrió la grabación y decidió compartirla con su colega Pedro de la Hoz. Ambos decidieron entonces tomar ese material como punto de partida para la escritura del libro Los padres de un hijo de la Patria, que prontamente verá la luz por la Casa Editora Abril.
 
Del libro, Granma reproduce un capítulo en el que Charo, en una narración en primera persona, evoca la visita de Fidel a su casa en los días previos al asalto al Cuartel Moncada.
 
A los veintipico cortos ya Macho [sobrenombre familiar de Juan Almeida Bosque] era un albañil de primera. “No se preocu­pe, Charo, que a Macho esta vez no lo van a dejar fuera”. Eso me decían sus amigos. Por cuenta de la albañilería y del conocimiento de los oficios de la construcción fue que no me di cuenta por completo de que además de cumplir como trabajador, andaba en asuntos revolucionarios.
 
El contratista, una gente de mucha confianza a quien llamábamos Fico, estaba muy contento con el trabajo de Macho. No sé bien en cuántas obras estuvieron, pero nunca podré olvidar aquellos meses en la Avenida 26, al lado del Cemen­terio Chino. Allí se hizo mucho más amigo de Armando Mestre, que para nosotros fue también como un hijo. Muy responsable él, cariñoso, con tremendo don de persona. Vivía en Poey.
 
Batista había dado el golpe en Columbia y eso tenía revuelto a todo el mundo. En la familia todos echábamos peste de un tipo como ese, porque como se decía, salimos de Guatemala para caer en Guatepeor.
 
Pero en casa, Macho se cuidaba de dar a entender que estaba conspirando. Seguía trabajando normal y no varió sus atenciones para conmigo y sus hermanos. Para mí que se estaba preparando para salir adelante como poeta o músico, pues lo veía cada vez más soñador.
 
En una de esas, manejando una concretera, se lastimó la mano derecha. La mano se le puso hinchada como un guante. Fico corrió con él para el hospital, pero el médico lo mandó para la casa, con la receta de unas pastillas y de unos fomentos que yo misma, con unos pañitos, se los colocaba en aquella hinchazón.
 
Al cabo de la semana, la inflamación fue desapareciendo, pero la mano no acababa de estar bien. Le costaba trabajo cerrar el puño y los dedos no recuperaban el movimiento. El médico dijo que debía hacer unos ejercicios y seguir con los fomentos, que había que tener paciencia y continuar con el reposo.
 
Él, mientras tanto, se entretenía leyendo y al mediodía y en la noche viendo televisión. Con tremendo sacrificio y mucha chispa, Juanito se las arregló para comprar a plazos uno de los primeros televisores que hubo en el vecindario. La televisión funcionaba en Cuba desde hacía poco. Ponían novelas, aventuras, mucha música y muchos anuncios.
 

Tras los sucesos del Moncada, Almeida siguió a Fidel en todos los momentos
de la lucha revolucionaria y la edificación de la nueva sociedad.

Un día, mientras le curaba la mano, Macho me dijo, como quien no quiere las cosas, que aunque con Fico se sentía a gusto en el trabajo, era probable que lo llamaran para una obra fuera de La Habana donde ganaría más. Le respondí: “Mijo, mire a ver lo que usted hace, porque más vale pájaro en mano que cientos volando”.
 
Allí quedó por el momento la conversación.
 
Pero a los pocos días llegó un hombre. Cierro los ojos y pue­do ver minuto a minuto lo que sucedió ese día. Exac­tamente, un mediodía, porque Macho estaba recostado en el sofá viendo en el programa que daban a esa hora a un pianista que tocaba una música muy linda en la televisión.
 
Yo casi terminaba de planchar cuando tocaron a la puerta. “Macho, no te muevas, yo abro”. Y delante de mí encontré a un hombre blanco, robusto, alto, lo que se dice un tipazo, muy bien afeitado, con un saco claro pero sin corbata. “¿Aquí vive Almeida?”, preguntó en voz muy baja, como susurrando, pero con una determinación tremenda en el tono. “Bueno, está Almeida el padre y los hijos. ¿A cuál usted procura?”. “Por la edad, supongo que sea uno de los hijos, uno que trabaja en la construcción”, me dijo. “Entonces me habla de Macho. Entre, ahí lo tiene”.
 
Macho ni se había dado cuenta de la visita, tan metido estaba con la música de la televisión. Al voltearse, Macho se puso muy alegre. “Ah, pero si es Fidel, siéntate”. “No te molestes, te vine a ver porque me enteré de que te fastidiaste una mano, así que en esta no puedes ir”.
 
Oí que discutían y me aparté. Volví a la tabla de planchar, pero con los oídos muy abiertos. Seguí una conversación en la que el hombre que Macho llamaba Fidel le explicaba a mi hijo que para el trabajo que hacía falta, se necesitaba estar bien de salud, que habría otras oportunidades. Macho dejó que el hombre hablara, para al final pedirle que le lanzara una pelota que estaba en un butacón.
 
La agarró en el aire con la mano izquierda: “Como acabas de comprobar, la mano con problemas es la derecha y no sé si te has percatado, yo soy zurdo”. Pero el hombre no se daba por vencido. Parece que como vio la casa tan bonita, se le ocurrió decirle: “Hay otro problema, tú eres casado”. Mi hijo se rió: “¿De dónde has sacado eso? Aquí vivo con mis padres y mis hermanos”. Y alzó la voz: “Vieja, ven acá”. Fui hasta donde ellos y Macho me dijo: “Vieja, este es Fidel Castro. ¿Te acuerdas de que conversé contigo acerca de la oportunidad de    cambiar de trabajo? Bueno, es con el ingeniero Fidel, que va a hacer unas obras en Varadero. Es una buena oferta, ¿verdad?”. “Mucho gusto, Rosario Bosque, para servirle. Esta es su casa. Si Macho dice que puede, póngale el cuño, que es cumplidor”. Fidel comentó: “Vamos a ver, vamos a ver”. Preguntó entonces por Armando Mestre y le dijimos donde vivía, a dos esquinas de la cuadra nuestra. Se marchó muy afectuoso en una máquina roja parqueada enfrente.
 
Al irse, Macho se me acercó: “Mima, tú verás que cuando me llame el ingeniero voy a estar completamente curado. Pero si no, tú sabes que yo sé arreglármelas”.
 
Macho no se podía estar quieto demasiado tiempo. De modo que al cabo de la semana, se dio una vueltecita por la obra de la Avenida 26. Y quién dice que ese bendito día, llegó un hombre con un mensaje: “De parte del ingeniero que debe estar en 12 y 23 a las ocho de la noche, para lo del trabajo en Varadero”. “Pero Macho no está y yo no sé muy bien cómo localizarlo tan rápido”.
 
Un sobrino mío, que se encontraba en la casa, entró en la conversación. “Yo sí sé, tía, yo puedo avisarle”. Mi sobrino había ido a la obra varias veces a llevar el almuerzo y conocía cómo encontrar a Macho. Le di cuarenta centavos y le dije: “Arranca para allá”.
 
En eso vino el novio de mi hija Mercedes, el que fue luego su primer esposo; habían quedado en ir al cine. Pasaban en el cine Marta, frente a la 14 Estación, una película sobre el Museo de Cera que tenía a todo el mundo alborotado, con las figuras esas que se levantaban de pronto y asustaban a María santísima. A la gente le fascinan las películas de terror. A mí no. Me parecen una bobería. Será porque estoy curada de espanto. Mercedes no quería perdérsela por nada. Pero al novio se le presentó una complicación. Él trabajaba con una doctora, llevando y trayendo cosas, y la doctora le pidió un encargo de última hora. Por lo que me dijo: “Charo, yo le voy a dar el dinero de las entradas para que usted lleve a Mercedes al cine. Luego, cuando yo termine, las encuentro allá”.
 
Yo pensé: “Ay, Virgencita, qué me hago ahora. Macho seguro que se va para Varadero y yo no lo veo”. A todas esas, Mercedes me miraba con cara de carnero degollado, implorándome con esos ojos tan expresivos que tiene. Saqué cuentas y me dije: “Bueno, si mi sobrino lo encuentra, felicidades, va a mejorar en el trabajo. No hay que estar con tanta despedidera ni ocho cuartos”. A la pobre Mercedes no le iba a arruinar su ilusión.
 
Así que fuimos para el cine. Al regreso me enteré de que apenas unos minutos después de haber salido con Mercedes, Macho llegó, preguntó por mí, se bañó y a los que estaban en casa les dijo que era una pena no haberse podido despedir de mí, que me dieran un beso grande de su parte, que no estaría muchos días por allá, pero que si la obra se prolongaba, tendríamos de todas formas noticias suyas. Hasta que dos o tres días después, pasó lo que pasó; el asalto al Moncada, en Santiago de Cuba. Y allá estaba mi hijo, junto a Fidel.