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La gran marcha

Datum: 

27/12/2015

Quelle: 

Periódico Granma

Una de las caravanas que emprendieron viaje hacia Cangamba para apoyar a los combatientes sitiados. foto: verde olivo  
 
Enero y febrero de 1987 sorprendieron a buena parte de las tropas cubanas envueltas en una aventura que, con el curso de los días, se transformó en uno de los mayores movimientos de fuerzas y medios de combate en el interior del territorio angolano.
 
Todo hacía suponer que esa fecha se había tomado como momento idóneo para ejecutar importantes decisiones, cuyo fin perseguía cambiar la estructura combativa de algunas unidades y reforzar, con personal y técnica de mayor maniobrabilidad y poder de fuego, la línea estratégica sur.
 
Pero a esas conclusiones llegaron los periodistas mucho después, porque cuando viajaron a Luena, capital de Moxico, solo pensaban en la oportunidad de participar en una caravana y poder compartir los momentos de tensión que colmaban de leyendas el quehacer de aquellos hombres fogueados en el peligro cotidiano.
 
Tomar en Luanda el AN-12 y verse de nuevo entre cubanos llevó poco más de una hora. Era tal el ajetreo en el aeropuerto, que los anfitriones apuraron los trámites y decidieron llevarlos de inmediato al campamento de la brigada de tanques, no sin antes darles un fugaz recorrido por la ciudad.
 
Tampoco podían darse el lujo de perder mucho tiempo. El reloj apuraba sus manecillas, arrancándole minuto a minuto el margen con que se contaba para alistar la técnica de combate, recoger las vituallas y entregar los medios indispensables al grupo táctico independiente que permanecería en la localidad.
 
Para quienes quedaban en Luena, se abría la incógnita acerca del proceder de las bandas de la UNITA cuando lograran descifrar la esencia del cambio dentro de las filas cubanas. Otras, sin embargo, eran las preocupaciones que agobiaban a aquellos que partirían con los primeros claros del día.
 
No había manera de conciliar el sueño ante los malos augurios de un grupito sabelotodo que, entre cigarro y cigarro, presagiaba el destino de la futura odisea:
 
—Na’, con nosotros no se tiran. Esto es “hierro” puro. A ellos lo que les gusta es coger mangos bajitos con las caravanas que traen mucha carga y poca protección.
 
Los más optimistas eran de pronto aplastados por las tenebrosas historias que hablaban, unas, de un supuesto Paso de la Muerte, y otras, de una llamada Curva del Terror, como si se hubieran puesto de acuerdo para competir, de igual a igual, con las películas de los sábados por la televisión.
 
* * *
 
La enorme culebra, integrada por más de cien vehículos entre carros de exploración, transportadores blindados, piezas de artillería antiaérea y terrestre, lanzacohetes múltiples BM-21 y camiones de las unidades de aseguramiento, comenzó a desplazarse lentamente a las seis en punto de la mañana.
 
Transcurridas escasas horas de travesía, la columna arribó al primer poblado previsto en el itinerario. Camanongue era el nombre del enclave municipal y del caserío donde cientos de manos amigas, en su mayoría mu­jeres y niños, se agitaban al paso de las fuerzas cubanas.
 
La necesaria cautela impedía hacer más ágil el ritmo de la marcha. Ante la más mínima sospecha de una mina, se perdían minutos preciosos que se revertían, sin embargo, en seguridad y alivio para quienes, desde lejos, observaban a los jóvenes exploradores tantear el asfalto con sus lanzas puntiagudas.
A ese paso se llegó al atardecer al Río Lua­chimo, esta vez recibidos por una algarabía inusual. Y es que allí, aislado prácticamente del mundo, un destacamento de cubanos tenía la misión de proteger el estratégico puente.
 
Mucho más confiados por encontrarse dentro de aquel anillo defensivo y acogidos como habían sido por sus compatriotas, los integrantes de la caravana se disponían a disfrutar de una noche sin mayores contratiempos, cuando gritos aterradores en medio de la oscuridad acabaron con la tranquilidad reinante:
 
—¡A alguien le reventó una mina!
 
—¡Arriba! ¡Rápido! ¡Hay que meterse a buscarlo!
 
Conocedores de la estructura del campo minado, se decidió que fueran los zapadores los encargados de sacar al combatiente. Pero, a decir verdad, en instantes tan confusos so­braron voluntarios dispuestos a acudir en ayuda del accidentado.
 
Víctima del intenso dolor, el joven se había desmayado en los brazos de sus compañeros. Una mina antipersonal le destrozó el pie derecho, justo a la altura de los dedos, cual mordida de un feroz animal.
 
El hecho, sumamente aleccionador, conmocionó a la tropa. Esa noche todos los ojos estuvieron puestos en el pequeño refugio, donde el médico hacía lo imposible por limpiar las heridas y recomponer el amasijo de piel y huesos chamuscados, a la luz de los equipos portátiles de los “fílmicos”.
 
No fue hasta la mañana siguiente que se pudo evacuar al soldado en un helicóptero. La amargura por lo doloroso del suceso no impedía tener cabal conciencia de la negligencia cometida, cuando era esa, precisamente, una de las prohibiciones en que más insistía el mando del gigantesco convoy.
 
* * *
 
Dos jornadas casi ininterrumpidas de marcha y ya estaba la caravana a las puertas de Saurimo, lo cual significaba algo muy importante: la posibilidad de bañarse y cambiarse de ropa, para de inmediato emprender otra etapa no menos agotadora y difícil.
 
A la alegría por ver de nuevo señales de civilización, se unía, sin embargo, una nota nada agradable llegada desde la Jefatura de la Misión Militar en Luanda: para evitar males mayores, se le tuvo que amputar el pie al soldado que cayó en el campo minado.
 
Era la primera baja. La palidez del semblante, los gritos de dolor, los esfuerzos para neutralizarlo en la improvisada mesa de operaciones, aquel destrozo en lugar de pie... Todo quedó grabado como una terrible pesadilla.
 
La parada se aprovechó para dialogar nuevamente con los combatientes e insistir en la necesaria disciplina de marcha, como factor de éxito en empresa tan compleja, cuando apenas se había salvado una quinta parte de su itinerario y a la que le quedaban aún tramos de mucho peligro.
 
Fueron los exploradores los primeros en constatar esa realidad. Vencidas varias decenas de kilómetros, aparecía a la vista una nueva barrera que algunos se apuraron a calificar de infranqueable: el único paso sobre uno de los afluentes del Cuilo era un puente de madera, cuya fragilidad alertó a los ingenieros.
 
Consultada la jefatura, se decidió instalar el puente portátil. Ya estaba casi armado, cuando se detectó que uno de los soportes no podía afincarse en el lecho del río. Una rápida exploración bajo el agua despejaba la incógnita: varios carros yacían en el fondo, víctimas de la acción del enemigo en caravanas anteriores.
 
Y es que aquel era el lugar ideal para tender una emboscada, rodeado por pequeñas elevaciones y abundante vegetación. Otros vehículos habían corrido similar suerte tras alcanzar la orilla opuesta. Una rastra cisterna calcinada quedaba como mudo testigo de las fechorías de las bandas armadas de la UNITA.
 
Se sucedieron entonces momentos de lógica incertidumbre. ¿Qué hacer?, se preguntaban los especialistas, presionados por el tiempo. Entre múltiples propuestas, el jefe de la caravana se inclinó finalmente por la más arriesgada de todas: superar el río a través del puente de madera.
 
Comenzó así una jornada interminable, no exenta de preocupaciones. Carro a carro, con una lentitud asombrosa, atentos al más mínimo crujir de los maderos, se fue sorteando el peligro. La operación, multiplicada unas cien veces, dilató la estancia de la columna en aquellos parajes.
 
No se sabe si fueron cosas del azar o por lo bien que actuaron los choferes, pero a la larga no hubo que lamentar ninguna desgracia. Con una apariencia exterior que impresionaba a cualquiera, el puente demostró tener una sólida estructura, capaz de soportar con altivez el enorme tonelaje que le vino encima.
 
* * *
 
Cacolo, Xinge, Capenda Camulemba… Unos tras otros se sucedían los poblados al paso de la columna. Y unas tras otras se repetían también las escenas de sembrados abandonados, kimbos destruidos y vehículos in­cendiados, imagen ya habitual en un país prácticamente arrasado por la guerra.
 
Xá-Muteba, Xandel, Caculema… Aquel pa­­norama de desolación contrastaba con lugares de belleza singular que acercaban a los cubanos a la visión pintoresca que tenían del continente africano. Allí estaba, delante de ellos, un pequeño fragmento de la selva angolana con sus enigmas y peligros.
 
Malanje... De nuevo los aires de ciudad, las candongas por doquier, el bullicio cotidiano de una capital provincial donde varios miles de cubanos se confundían con los pobladores en un ambiente de sincera amistad, enriquecido por el cariño que profesaban los pequeñines hacia los “primos” internacionalistas.
 
Sin embargo, un manto de tristeza cubría en esos momentos el rostro de los angolanos más allegados al contingente militar estacionado en la ciudad y sus alrededores. La causa no demoró en conocerse: toda aquella fuerza se incorporaría a la columna proveniente de Luena y juntos marcharían hacia el sur.
 
Para el grupo de periodistas que por más de siete días compartió emociones, peligros y necesidades con los caravaneros, la aventura llegaba también a su fin. Así fue que, ya desde tierra, vieron partir al extenso “culebrón”, al que le quedaban por recorrer aún varias provincias del vasto territorio angolano.
 
A su paso por Bié, Huambo, Huila y Cuan­do Cubango, esa carga se transformó en ma­yor capacidad combativa para las unidades del frente. La línea estratégica a lo largo del paralelo 15 quedaría reforzada con hombres y técnica militar de elevado poder de fuego y superior maniobrabilidad.
 
Era el epílogo de una audaz decisión, cu­yos resultados marcaron una etapa importantísima en la historia de la colaboración cubano-angolana y determ