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Diciembre de 1958: Nochebuena en Birán

Fidel Castro. Foto: Instituto de Historia
Fidel Castro. Foto: Instituto de Historia

Fecha: 

24/12/2018

Fuente: 

Cubadebate

 
Ese 24 de diciembre de 1958, avanzado ya el día, Enrique Herrera Cortina sintió el ronco sonido de los motores y los pitazos de los carros. Nunca había visto a Fidel, pero no alcanzó a decir nada cuando sintió los pasos de dos en dos, en los tablones de la escalera de acceso a la casa, en los altos. Fidel sorprendió a Lina, sin concederle un instante para el asombro o las lágrimas. Se abrazaron prolongadamente, luego de unos cuatro años de separación que por su intensidad y lo sufrido parecían mil siglos. Conversaron sobre los grandes y pequeños detalles de sus vidas como si fuera a esfumarse el futuro y no quisieran dejar nada por compartir. Fidel reparaba en el cansancio de la vieja, adusta y frágil en sus vestiduras, su sonrisa y su voz. Ella se preguntaba cómo era posible aquel milagro de tenerlo allí, porque aún seguían los combates y la guerra no había llegado a su fin. Su hijo estaba junto a ella, vestido de montaña, con la sonrisa de siempre y el abrazo entrañable de sombra de cedro.
 
Fidel llegó a Birán acompañado por Celia y otros compañeros y unos doce o catorce hombres armados de ametralladoras. Fue la única vez que Fidel, para algo personal, se alejó por unas horas del territorio donde tenían lugar los principales combates. Dejó atrás el escenario principal de la guerra; pero no sus deberes, pues desde allí impartió órdenes antes de la toma de Palma Soriano. Atravesaron el llano en dos jeeps, pasaron por los mangos de Baraguá, para enfilar después rumbo a Birán, en una operación temeraria y rápida.
 
Enrique vivió aquella estancia de Fidel como un revuelo tremendo. Él se fue por todas las habitaciones para abrir las puertas y ventanas, afuera aguardaban los campesinos y trabajadores del batey, los rostros familiares de la infancia y la juventud temprana. Los amigos entrañables de siempre. Fidel los abrazaba, charlaba con ellos, preguntaba por la suerte de todos sin olvidar los nombres ni las historias de cada uno.
 
La llegada a Birán le causaba una profunda impresión. El viejo ya no estaba, tampoco la casa grande ¿Cuántas veces habría soñado don Ángel con ese momento? Levantó la mirada y observó uno de los cedros que a su padre le gustaba plantar y ver crecer en su altura espigada y olorosa. “Lo irreal es su muerte”, se dijo mientras andaba entre la alegría y la tristeza, y recordaba la ocasión en que don Ángel le reprochó el despilfarro de municiones. En la guerra siempre recordaba las palabras del viejo, como quien sigue la estela de otro barco en el mar para llegar a puerto seguro.
 
Su nostalgia y su alegría se confundían en un mar de sentimientos fuertes, tanto como él; le recordaban el sobrecogimiento feliz al derrotar la ofensiva de verano y los días recientes: “son cosas, sensaciones que uno tiene, ya estaba la guerra ganada (…) pero hay algo… uno siente de repente un vacío, es la primera sensación que se experimenta cuando piensas que llevas dos años de guerra y de pronto aquel escenario cambió por completo: se acabó la guerra”.
 
Todo el sendero ancho del Camino Real a Cuba se colmó de gente: españoles de la cofradía de su padre, cubanos de buena ley y haitianos y jamaicanos viejos. Andaba de un lado a otro. Avanzaba con sus pasos de eterno caminante, recorría los espacios entrañables: la escuela, el correo-telégrafo, la valla de gallos, el almacén, y la casa de la abuelita, donde abrazó a doña Dominga con la blusa llena de imperdibles y medallitas que usaría indefectible a partir de entonces, porque los santos habían escuchado sus plegarias.
 
Fidel les preguntó a los vecinos y a la tropa si querían comer naranjas y a Lina le disgustó la avalancha desorganizada y tumultuosa, aunque ya no había modo de detener la ola. Ella quería repartirlas, pero sin arrancarlas, cortándolas con unas tijeras, como debía ser para que las ramas volvieran a retoñar, como velaba don Ángel porque se hiciera siempre, naranjo por naranjo, sin prisas para conservar el bosque florecido de azahares con su blancura al pie de los troncos, y las fragancias interminables. Antes, don Ángel descubría allí, el agua en el viento por los confines del naranjal.
 
Fidel comprendió a Lina, y pensó que tenía razón, pero ya no había remedio, había promovido sin desearlo el pequeño desorden, alentado por el mismo desprendimiento y generosidad de su padre, que restó esplendores a la propiedad y prodigó ayuda a muchos. Fidel lo hizo con el mismo ánimo solidario que inspiraba sus sueños, con la vehemencia con que escribía sobre la sencillez y la elocuencia del ejemplo desde una celda solitaria en el presidio.
 
Aquel 24 de diciembre, Fidel le comentó a Ramón: “La primera propiedad que va a pasar al Estado será esta”.
 
Para Ramón lo más importante era que su sueño se había cumplido. Todo en Fidel era cansancio pero aún así el hermano mayor logró convencerlo para ir a comerse el pavo guardado por veinticinco meses en el congelador de la casa del ingenio. En Marcané, después de la comida de Nochebuena, Fidel habló en el club; pronunció un discurso que no grabaron las cintas magnetofónicas de la época ni publicaron los diarios.
 
Debía regresar para ultimar los detalles del ataque a Palma y el asalto a la poderosa guarnición de Santiago de Cuba. Ramón y Fidel se separaron en Alto Cedro y volvieron a encontrarse, acompañados por Raúl, a pocos kilómetros de Santiago, el 27 ó 28 de ese mismo mes, en el Santuario de El Cobre, ya liberado, donde se retrataron junto al Padre García, quien fuera rector en Dolores y era capellán en la iglesia.
 

Al concluir el día, Birán, seguía en su pensamiento como un paisaje de insoslayables regresos. Tenía que seguir la marcha.

La casa grande de Birán, levantada sobre pilotes de caguairán.
Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate.