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Hace 70 años de la “despedida”: Encuentro de Fidel con su padre en Birán

Don Ángel Castro Argiz, en su oficina-comedor, 1956. Foto: Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado/ Sitio Fidel Soldado de las Ideas.

Fecha: 

05/04/2023

Fuente: 

Cubadebate

Autor: 

El 5 de abril de 1953 Fidel Castro visita a sus padres en la Finca de Birán, donde permanece allí dos días y se convertiría en la última vez que ve a don Ángel Castro.
 
Muchas serían las cartas que los mantendrían en comunicación pues pocos meses después del encuentro, el 26 de julio de 1953, Fidel Castro ataca el Cuartel Moncada hecho que fracasa y es capturado por lo que pasa 22 meses en prisión y luego es exiliado a México, su padre fallece en octubre del 1956 y el 2 de diciembre de ese mismo año regresa en el yate Granma.
 
El libro “Ángel, la raíz gallega de Fidel” escrito por Katiuska Blanco Castiñeira es una historia inspirada en la vida del padre de Fidel y Raúl Castro Ruz.
 
Ángel Castro Argiz fue uno de los tantos gallegos que dejó atrás la Galicia profunda para buscar fortuna más allá del mar. En su camino, Ángel nunca imaginó que de su propia casa saldría la fuerza para cambiar la suerte de Cuba, la isla que siempre trazó su destino.
 
Cubadebate y el sitio Fidel Soldado de las Ideas en ocasión de cumplirse 70 años de la visita de Fidel a Birán compartimos con nuestros lectores el capítulo Despedida:
 
    Los romerillos amarillos y blancos iluminaban el paisaje del batey y la anacahuita anchurosa extendía cada vez más su sombra, al borde del Camino Real a Cuba, entre el almacén de víveres, donde Lina despachaba y administraba diligente, y el correo-telégrafo, que don Ángel logró establecer allí porque en otro tiempo solo existía un banco de pruebas. En Birán, al principio, solo don Ángel recibía y enviaba telegramas.
 
    Si se rompía la línea telegráfica de Mayarí a Santiago de Cuba era muy difícil localizar la avería. Birán se encontraba justo en el centro norte de la región oriental y fue allí, en La Sabanilla, donde se estableció la estación para operar los interruptores. Si la transmisión llegaba al municipio o a la capital de provincia, se sabía en qué tramo buscar las roturas.
 
    Las gestiones de don Ángel, en 1925, permitieron que la oficina abriera sus puertas y el telegrafista Valero iniciara su trabajo de clasificación de correspondencia, envío y recibo de mensajes.
 
    Con el contrato de molienda de cañas entre Castro y la Compañía Warner Sugar Corporation en 1924, se instaló también un teléfono de magneto para la comunicación con el central Miranda y su administrador. Los niños de la casa miraban deslumbrados, como magia verdadera, aquel aparato mediante el cual se hablaba a la distancia después de dar vueltas a una manigueta.
 
    Desde entonces la anacahuita había esparcido con profusión sus ramas por el aire y algunas niñas se divertían danzando flores de Carolina como bailarinas, sobre la piel ruda de los taburetes, y otras, ensartaban maravillas para hacerse coronas de princesa o collares de hawayanas.
 
    Transcurría el mes de abril del año 1953. Fidel observaba con atención el espacio entrañable de su infancia. Desconocía si alguna vez volvería. Aquella era una despedida íntima, callada.
 
    Todo lo que Fidel definía como urgencias económicas del país lo había aprendido en sus largas conversaciones con los trabajadores del batey y con don Ángel, con quien intercambiaba opiniones sobre los asuntos económicos de la finca y de Cuba. Sus vehemencias justicieras tenían raíz en lo vivido.
 
    El viejo poseía propiedades, inversiones, ingresos importantes todos los años, pero no tenía acumuladas grandes cantidades de dinero.
 
    Fidel sabía que allí se protegía a la masa creciente de trabajadores. Tanto su padre como su madre tenían sentido de la propiedad, pero al mismo tiempo ejercían con humanismo la administración general y la del comercio. Quizás al principio la riqueza creció, pero llegó el momento en que la situación social equilibró los ingresos y los gastos, incluso en medio de la relativa bonanza.
 
    Se detuvo por primera vez a detallar el paso del tiempo en el rostro y la mirada, en la estampa de sus padres. Ahora, sin que ellos lo percibieran, él los miraba con otros ojos. Lina ya no era una muchacha esbelta, tenía unas libras de más y necesitaba espejuelos.
 
    Don Ángel conservaba el aspecto venerable de los patriarcas. Tania, una de las nietas, cumplía estricta y rigurosa las indicaciones del doctor y le daba las medicinas a su hora con una puntualidad de sol que amanecía.
 
    Ángel Castro conservaba agilidad y fuerzas como para recorrer la finca a caballo y dirigir con la misma lucidez de su juventud, pero cada vez apoyaba más su anatomía en un bastón. Continuaba rapándose la cabeza como en sus años mozos, vestía pantalón con tirantes, y durante los mediodías se refrescaba en los portales con una penca de junquillos o guano como abanico. Perpetuaba su costumbre de los desvelos hasta la madrugada para levantarse antes de la clareada y bajar a la cocina, donde el jamaicano Simón le servía el desayuno.
 
    Nada conmovía las costumbres: las partidas de dominó por las noches, el retumbar de los tambores haitianos a lo lejos, las fiestas de marimbas y guitarras, los bautizos numerosos para aprovechar la presencia, de Pascuas a San Juan, de un cura errante, y hábito de comprar a los billeteros una franja de papel para invocar la suerte, que en otro tiempo le prodigara dos veces el premio gordo.
 
    Los Sábados de Gloria los haitianos andaban los caminos vestidos de diablos con cascabeles. Los hijos de Angelita los veían pasar a la distancia, entre los algarrobos y las mariposas, como colores contrastantes en el fondo azul o verde del paisaje.
 
    Mientras meditaba, Fidel sonreía al recordar las travesuras de la infancia. Lina les corría detrás y él, con su civismo, se detenía en seco para salvarse de la tunda que la madre siempre prometía y casi nunca propinaba. Otras veces, ellos se encargaban de desaparecer los cintos y las fustas de su lugar en el corredor de la casa, o simplemente se refugiaban detrás del sillón donde don Ángel descansaba. Allí, a la sombra del viejo, nadie se atrevía, nadie insinuaba pegarles.
 
    Fidel presentía en su padre una intuición, pero don Ángel no le dijo nada, como quien valora inestimable y vital el silencio. Fidel nunca intentó convencer a sus padres de sus ideas políticas, su lucha les causaría grandes sufrimientos, pero confiaba en la sensibilidad fuerte de Lina y en la capacidad de don Ángel para apreciar los hechos políticos, los acontecimientos históricos en la vida de un país. Con esa convicción se despidió de ellos sin mirar atrás y sin saber que aquel sería su último encuentro con el viejo.
 
    Don Ángel preludiaba un estremecimiento. La visita de Fidel a la finca en ese momento, le predispuso. Algo estaba sucediendo y él no podía evitarlo. No articuló palabra, no se dio por aludido, pero agradeció el gesto del hijo de ir a verlos.
 

Don Ángel Castro en Birán, 1947. Foto: Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado/ Sitio Fidel Soldado de las Ideas.
 
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