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Testigos de un crimen

El sabotaje costaría la vida a un centenar de personas y más de 200 heridos

Fecha: 

03/03/2016

Fuente: 

Periódico Granma

Autor: 

 

Orlando Martínez Pratts, fundador de la Policía Marítima, y Nemesio Viciedo, bombero voluntario de la ciudad de Matanzas, presenciaron hace 56 años —desde circunstancias diferentes— la explosión del buque francés en la rada habanera.
 
Dicen que el estallido se escuchó en toda La Habana. Desde la popa del buque francés La Coubre una estela de humo ascendía al cielo, visible más allá de las cercanías de la Avenida del Puerto; en tierra, los derredores del antiguo muelle de la Pan American Docks se transfiguraban —del apacible y tranquilo ambiente de la tarde— a una escena de muerte y destrucción que hasta describir duele; era el 4 de marzo de 1960.
 
Un cruel sabotaje costaría la vida a un centenar de personas y más de 200 heridos, dejando una pena imborrable en la memoria del pueblo cubano, de esas que no se curan aunque pasen 56 años.
 
El vapor había arribado esa mañana a aguas habaneras con un cargamento de armas destinado a la defensa de la naciente Revolución Cubana: algo más de 75 toneladas de municiones, procedentes de Amberes, Bélgica.
 
Desde horas tempranas, los estibadores, braceros y otros empleados fueron llamados para proceder a la extracción de las cajas de proyectiles que se encontraban en las bodegas de la nave. En estas acciones también participaban trabajadores de la Compañía General Trasatlántica francesa radicada en nuestro país, el personal de Aduana y combatientes del Ejército Rebelde; todas las medidas de seguridad fueron reforzadas para prevenir cualquier incidente, nadie podía acceder al barco o a la zona de descarga si no poseía la acreditación necesaria o portaba objetos inflamables.
 
Orlando Martínez Pratts, fundador de la Policía Marítima, se encontraba cerca de los almacenes cuando se produjo la primera deflagración. El reloj marcaba las 3:10 p.m.
 
“Aquella tarde estábamos dos miembros del cuerpo marítimo en el puerto, Lázaro Betancourt, que cubría el puesto de guarda escala, y yo, que estaba de recorrido para controlar que ningún civil pasara por ahí. Al producirse la explosión lo único que sentí fue el ruido ensordecedor y caí inconsciente. El techo de zinc que recubría la entrada de los almacenes se desplomó y parte de la estructura me cayó encima.
 
“Cuando recobré el sentido, casi no podía moverme. Te cuento que fue algo terrible. Para donde quiera que uno mirara solo había restos humanos esparcidos, cuerpos consumidos por el fuego, pedazos de hierro y vigas sueltas… a unos metros, el barco envuelto en llamas”.
 
Hacia la zona portuaria se movilizaron enseguida miembros de la Policía Nacional Revo­lucionaria y de la Cruz Roja, bomberos, milicianos, vecinos y trabajadores cercanos al lugar; el pueblo cubano y sus principales dirigentes acudían al socorro de los hermanos caídos, atrapados entre la ignición y los escombros.
 
“Recuerdo que alguien gritó: ¡Allá se mueve alguien!, y rápidamente me subieron a una camilla. Desperté luego en el hospital, cuando la segunda explosión ya había signado la muer­te a las primeras personas que se lanzaron a auxiliar, pero que no detuvo las muestras de solidaridad humana.
 
“En aquel momento, a pesar de las lesiones, yo sentía que mi deber era estar con mis compañeros, ayudando en lo que hiciera falta. La indignación ante un crimen como este due­le más que cualquier herida”, asegura.
 
“Porque lo que sucedió el 4 de marzo de 1960 fue un asesinato, un cruel sabotaje del im­perialismo”, y al hablar, este hombre de más de 70 años, no puede evitar la voz entrecortada y que sus ojos sean espejo de la tristeza.
 
“El gobierno cubano comprobó que aunque los explosivos se le hubieran caído a un estibador mientras transportaba los proyectiles del buque al muelle, ninguno debía detonar al impactar en el suelo”.
 
Y así fue. Lo explicaría nuestro Coman­dan­te en Jefe, Fidel Castro, el 5 de marzo frente a la multitud que acompañaba el sepelio de las víctimas.
 
Desde una tribuna improvisada, en la intersección de la avenida 23 y calle 12, el máximo líder detallaba los hechos y circunstancias que demostraban que lo ocurrido en la rada habanera no fue un accidente; las evidencias apuntaban a la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de Estados Unidos.
 
“Como no bastaban apreciaciones teóricas, dispusimos que se hicieran las pruebas pertinentes, y en la mañana de hoy dimos órdenes a oficiales del ejército de que tomasen dos cajas de granadas de los dos tipos diversos, las montaran en un avión y las lanzaran desde 400 y 600 pies, respectivamente. Y aquí están las granadas lanzadas (…); granadas exactamente iguales que las que venían en ese barco (…) y se destruyeron las cajas de madera sin que una sola de las 50 granadas que llevan dentro estallara (…).
 
DESDE MATANZAS TAMBIÉN LLEGÓ LA AYUDA
 
“¡Noticia de último minuto, noticia de último minuto! ¡Pavoroso incendio en los muelles de La Habana!”, así recuerda Nemesio Viciedo, entonces jefe del Cuerpo de Bom­beros de la ciudad yumurina, la explosión del vapor francés La Coubre.
 
Se encontraba haciendo los trámites de ru­tina en su oficina cuando, de repente, le ordenaron reunir a sus hombres para acudir al llamado que hacían en la radio, relata.
 
“Estaban pidiendo a todos los municipios que enviaran sus bombas para socorrer a las víctimas. Yo pensé que no éramos necesarios, porque es grande la distancia entre las dos provincias y llegar a tiempo sería difícil; pero decidimos ir y responder al llamado de auxilio. Fue un instinto. Nunca sobra gente si se trata de ayudar”.
 
Para él, recordar cada detalle de ese día es im­prescindible y hace gala de lucidez a sus 93 años.
 
Tras algunos minutos de preparación “nos montamos en el carro 20 bomberos y cuatro policías para que nos ayudaran en caso de inconvenientes, detrás iba también uno de la jefatura. El nuestro estaba muy cargado porque llevábamos 350 galones de agua, así que decidí vaciar el tanque poco a poco”.
 
Pareciera que un soldado va sin fusil a la guerra, pero no. Eligieron llegar a la capital lo más rápido posible para auxiliar a las víctimas y una vez allí recibir el agua de algún otro colectivo.
 
Solo demoraron 57 minutos en llegar a la rotonda de Cojímar, donde los oficiales ya tenían establecido el perímetro con el fin de hacer más viable el camino a los bomberos. Allí les explicaron que había ocurrido una segunda explosión.
 
Al llegar a los muelles del puerto todo era confusión, testimonia Nemesio. “Los jóvenes rebeldes dirigían el tráfico de los carros que estaban auxiliando a las personas. Cuando caminamos unos metros más, ahí estaba La Coubre, solo quedaba la popa inclinada hacia atrás. Todo alrededor era escombros, los almacenes estaban destruidos. Verdaderamente fue im­pactante llegar y presenciar tanto dolor”.
 
Después de pasar mucho trabajo para ubicar el carro bomba por sobre las ruinas, lo estacionaron a unos 80 metros del barco. “Era abrumador, parecía que estábamos en una plan­cha de horno. No tengo palabras para describir lo que sentía; nunca más he vivido algo así.
 
“Cuando comenzó a caer la noche se instalaron reflectores para alumbrar los muelles y continuar con la labor de rescate. Las grúas levantaban las vigas de acero caídas de los almacenes y se escuchaban los quejidos y sollozos de los que permanecían atrapados en los escombros.
 
“En el momento de la acción estábamos enfocados en apagar el incendio y en ayudar a quien lo necesitara; pero al otro día, era triste pensar que habíamos estado justamente allí”.
 
A las dos de la madrugada, tras llegar a la ciudad de los puentes, fueron recibidos por periodistas locales. El deseo de informar los sucesos a partir de las experiencias de los bomberos matanceros era casi palpable: “Lo único que puedo decirles es que fue un sabotaje, una vez más el imperialismo invadió nuestra paz”, les dije.
 
Vivencias como las de Nemesio y Orlando nos tocan de cerca, estremecen, hacen cuestionar por qué, más de medio siglo después, un crimen tan ominoso sigue impune y no se haya podido rendir justicia a los familiares y víctimas de La Coubre, a pesar de las repetidas denuncias de nuestro país y las evidencias incriminatorias que señalan a la CIA.
 
Resulta extraño, por no decir revelador, que en los archivos nacionales de Estados Unidos no exista ninguna referencia esclarecedora sobre la explosión en el muelle habanero, ni siquiera para contar su propia versión de los hechos, todavía más si se tiene en cuenta que el aparato propagandístico del país anglosajón ha generado, históricamente, ráfagas de calumnias contra la Revolución Cubana.
 
Con la misma convicción que hizo a Fidel enarbolar la consigna ¡Patria o Muerte! durante las palabras de duelo en el sepelio del 5 de marzo de 1960, nuestra verdad, la verdad del pueblo cubano, tendrá que ser reconocida.