Artículos

Una Revolución sin rencores

Fecha: 

13/11/1995

Fuente: 

Granma

Una Revolución sin rencores. Septiembre 4 de 1995. Veinte horas. Aula Magna de la Universidad de La Habana.

La majestuosidad del recinto deslumbra a todos. La espera impacienta. "Ahí viene", se escucha. Llega. Las miradas convergen en Fidel. Viste el legendario uniforme verde olivo. Viene acompañado de Lage, Lazo, Vecino, Felipe, Vicky, Alejandro y Vela, rector de la Universidad, en medio de un tropel de estudiantes de la Facultad de Derecho con los que momentos antes había estado compartiendo. Estallan los aplausos. Durante minutos, en un grito unánime, los presentes no dejan de corear su nombre. Tanto cariño sincero y espontáneo lo desborda. Baja la mirada. Entrelaza sus manos. No dice palabra. Es como si el ser sensible y tímido que siempre ha existido en él, buscara con estos gestos disculparse a sí mismo por esas muestras de elogio que lo inhiben. Conmovido, recorre con la vista el lugar. De los balcones cuelgan rostros de jóvenes y ramilletes de manos que se agitan. Responde a los saludos, una y otra vez, suavemente, con su mano derecha.

En su rostro se dibuja una franca sonrisa. Comenta algo en voz baja con Vicky. Luego con Alejandro. Se le nota extraordinariamente feliz, en medio de esa tempestad de ternura que lo ahoga. En sus pupilas se descubre entonces el brillo de la nostalgia cuando viaja a los más lejanos recuerdos. ¿Qué pudo sentir el hombre que hace 50 años fue perseguido, amenazado, y que solo, sólo con sus principios y sus ideas de justicia social, su decisión y coraje personal, enfrentó a sus enemigos, que eran los enemigos de la patria? ¿Qué pudo sentir el ser humano, al regresar al mismo lugar donde apenas con veinte años de edad se vio un día en la disyuntiva de claudicar o morir por sus ideas; y eligió el camino de la lucha por ellas, aun cuando el precio fuera su propia vida, sin tener ni siquiera para él, en aquel entonces, el consuelo de que a posteriori se comprendería la justeza de su gesto viril? ¿Qué pudo sentir Fidel, cuando el torbellino de todos esos recuerdos es cortado por la voz unánime de los cientos de jóvenes que corean su nombre, y descubre en la devoción de sus miradas, la lealtad acérrima y el cariño legítimo de los hijos verdaderos que son incapaces de traicionar a su padre? Sólo la certeza de ese cariño le permite vencer el natural conflicto entre el deber que lo compulsa a hacer uso de la palabra y su innata sencillez que le impide hablar de sí mismo. El deber ha sido siempre la brújula que ha signado los actos de toda su existencia. Va al podio. Mueve algunos micrófonos. Empieza a hablar. Como los discursos quedan, pero no la manera en que se hacen, justo es que se diga en aras del futuro, que para esa clase magistral Fidel no llevó un solo papel, no miró una sola anotación.

Durante casi dos horas, y pese al calor existente, ni uno solo de los presentes se levanta de su asiento. El silencio es total. La comunicación absoluta.  En voz baja, y bromeando, tal vez como recurso para vencer la emoción que lo embarga, con el arma de su memoria, inicia el recorrido por la historia de su propia existencia. Gracias a la magia de los sentimientos, nos vamos junto a Fidel Alejandro en esa travesía, y vivimos con él nuevamente sus angustias y luchas, sus dolores y alegrías. Nos recuerda que una de sus primeras enseñanzas es que el enemigo respeta a quien no le teme, a quien lo desafía; y nos brinda una excepcional prueba de su carácter, y de la nobleza que siempre ha caracterizado a nuestra Revolución, al narrar, por primera vez en la historia, cómo personas que incluso planificaron asesinarlo cuando estaba en la Universidad, luego fueron a la Sierra Maestra a incorporarse, y él les permitió que ingresaran en las filas del Ejército Rebelde para que participaran en la lucha. ¿Cuántos procesos históricos pueden esgrimir ejemplos de una limpieza tan absoluta y de desinterés personal en la conducta de sus máximos líderes? ¿Qué mejor mentís que éste, para todas las calumnias y aberraciones que se escriben en contra de nuestro proceso, sobre pretendidas violaciones de derechos humanos? ¿Se quiere mayor muestra de sensibilidad humana, que aún hoy, a 50 años de esos acontecimientos, una de las principales preocupaciones de Fidel al abordar estos hechos, sea la de no mencionar los nombres de esos individuos para que no tengan que cargar sobre sus hombros la condena de toda una sociedad? ¿Cuántos hombres a lo largo de la historia que hayan obtenido los lauros de la victoria, pueden poner ejemplos en su haber de tan elocuente magnanimidad? ¿No es esta la misma razón por la que nunca -ni siguiera en aquellos días aciagos de 1953-, ni Fidel, ni Raúl, ni Almeida; ni ninguno de los hombres formados bajo la dirección del Comandante en Jefe, han dicho los nombres de aquellos que en la granjita deciden a última hora no ir a combatir y sin querer desvían parte de la caravana donde va el grueso de las fuerzas para el asalto del Moncada? La verticalidad de una conducta histórica sin una sola mancha, tiene en estos ejemplos la explicación más transparente de que todos los resortes de que se nutre son morales; y que no hay acto de su existencia como revolucionario que no esté dictado por un profundo apego a los principios y al respeto del hombre como individuo. Digo que fue Fidel Alejandro quien habló esa noche, y lo reitero. No porque Fidel Alejandro se haya convertido en el Comandante en Jefe; sino porque ni el paso de los años, ni las responsabilidades de gobierno, ni los honores ni los reconocimientos recibidos, han logrado disminuir, ni impedir, que en el hoy Comandante en Jefe estén presentes y acrecentadas, las mismas características personales que hicieron de aquel joven soñador el alma de la Universidad. Si bien se ha dicho que en los hombres, la juventud es esa época en que no existen ambiciones materiales, los ideales son fuego y se da todo sin pedir ni esperar nada a cambio, entonces, en Fidel, esa etapa de la vida es una perenne actitud histórica. He aquí la razón fundamental de su presencia física en cualquier momento grave de la Revolución, sin mediar siquiera el análisis de la magnitud del peligro, en esa espiral histórica que se inició hace 50 años en la Universidad de La Habana y que llega hasta los acontecimientos del 5 de agosto, por mencionar uno de los últimos ejemplos. Pasaron los años, y lo acontecido en la noche del 4 de septiembre en el Aula Magna, será uno de los mejores tesoros que los jóvenes de hoy tendrán para compartir con sus hijos. Por mi parte, guardo en mi mente el recuerdo inefable de cómo, al terminar su intervención, permaneció alrededor de treinta minutos conversando, como uno más, con quienes le rodeaban, lleno de esa energía que tiene y que irradia a través de sus gestos. Allí, con la pasión que lo caracteriza, retoma, entre otros, el tema de aquellos que un día intentaron asesinarlo y años más tarde le pidieron incorporarse a la lucha en la Sierra. Vuelve a omitir los nombres. Como una muestra más de la total confianza e indentificación que siempre los ha unido, comenta: "Raúl conoce bien esta historia". Luego permanece pensativo varios segundos. Levanta el dedo índice a la altura de su rostro, con idéntico gesto al que aparece en las fotos de hace casi 50 años, y con la misma convicción extraordinaria de entonces, porque siempre ha sido hombre de extraordinarias convicciones, expresa: "Lo que sí nadie nunca podrá negar, es que esta es la Revolución menos rencorosa que ha existido jamás".