Discursos e Intervenciones

Discurso pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro Ruz en la clausura del V Encuentro sobre Globalización y Problemas del Desarrollo, en el Palacio de las Convenciones,La Habana, el 14 de febrero del 2003

Fecha: 

14/02/2003

Muy estimados participantes en el Encuentro sobre Globalización y Desarrollo:

Distinguidos invitados:

Nos hemos reunido aquí a debatir con respeto y escuchar puntos de vista diferentes. Hemos tenido el honor de contar con la presencia de eminentes y lúcidos pensadores así como representantes de organismos internacionales, que tuvieron la amabilidad de aceptar la invitación que se les hizo, a pesar de conocer que en este evento la mayoría de los que asisten tienen opiniones discrepantes de las políticas que siguen las instituciones que representan. Se ha convertido en tradición de estos encuentros la hospitalidad y el respeto para los que sostienen criterios diferentes. ¿De qué valdrían nuestros análisis si las ideas no entrasen en confrontación con otras absolutamente opuestas sostenidas con valentía por los que sustentan otra concepción del mundo?

Los que no somos académicos también necesitamos una dosis de valor. Aun cuando procuremos estar lo mejor informados posible de cuanto ocurre en el mundo, escasea a veces terriblemente el tiempo con que satisfacer nuestras ansias de conocer el creciente número de hechos y opiniones relacionadas con el singular proceso histórico que estamos viviendo y tratar de adivinar el incierto porvenir que tenemos delante.

No podemos quejarnos. Nos ha tocado el privilegio de vivir lo que me atrevo a calificar como la más extraordinaria y decisiva época que ha conocido hasta hoy la especie humana. Del mismo modo que el profesor norteamericano Edmund Phelps, de la Universidad de Columbia, cuando alguien abordaba una cuestión que se apartaba del tema económico que estaba exponiendo, respondía: "ese no es mi tema", debo adelantarme a decir que la economía no es hoy mi tema. Mi tema es político. Aunque no hay economía sin política, ni política sin economía.

Todo cuanto hasta hoy existió o existe le ha sido impuesto a la humanidad. Desde las leyes naturales que la hicieron evolucionar hacia la categoría de seres pensantes, hasta el origen étnico y el color de la piel; desde la condición de grupos que vagaban por los bosques recogiendo frutas y raíces, cazando o pescando, hasta las sociedades capitalistas de consumo con que hoy esquilman a la Tierra un grupo de naciones ricas.

El capitalismo desarrollado, el imperialismo moderno y la globalización neoliberal, como sistemas de explotación mundial, les fueron impuestos al mundo, igual que la falta elemental de principios de justicia durante siglos reclamados por pensadores y filósofos para todos los seres humanos, que aún están muy lejos de existir sobre la Tierra. Ni siquiera los que en 1776 liberaron las 13 colonias inglesas de Norteamérica proclamando "como verdades evidentes" que todos los hombres nacían iguales y a todos les confería su Creador derechos inalienables como la vida, la libertad y la consecución de la felicidad, fueron capaces de liberar a los esclavos, por lo que la monstruosa institución se prolongó durante casi un siglo, hasta que, anacrónica e insostenible, una cruel guerra la sustituyó por formas más sutiles y "modernas", aunque no mucho menos crueles, de explotación y discriminación racial. Del mismo modo que los que bajo el emblema de libertad, igualdad y fraternidad proclamadas en 1789 por la Revolución Francesa no fueron capaces de reconocer la libertad de sus esclavos en Haití y la independencia de esa rica colonia en ultramar. En lugar de esto, enviaron 30 mil soldados para reprimirlos, en intento inútil de someterlos nuevamente. Por encima de los deseos o las intenciones de los hombres de la Ilustración, se iniciaba, por el contrario, una etapa colonial que durante siglos abarcó África, Oceanía y casi todo el Asia, incluidos grandes países como Indonesia, India y China.

Las puertas de Japón al comercio fueron abiertas a cañonazos de la misma forma que hoy, aun después de una guerra que costó cincuenta millones de muertos en nombre de la democracia, la independencia y la libertad de los pueblos, se abren a cañonazos las puertas para la OMC y el Acuerdo Multilateral de Inversiones, el control de los recursos financieros mundiales, la privatización de empresas de las naciones en desarrollo, el monopolio de patentes y tecnologías, y la pretensión de exigir el pago de deudas ascendentes a millones de millones de dólares, imposibles de cobrar por los acreedores e imposibles de pagar por los deudores, cada vez más pobres, más hambrientos y más alejados de los niveles de vida alcanzados por las que fueron sus metrópolis durante siglos y vendieron a sus hijos como esclavos o los explotaron hasta la muerte, como hicieron con los nativos de este hemisferio.

No podría afirmarse que en la segunda mitad del siglo xx tuvo lugar un nuevo reparto del mundo como ocurrió a finales del xix y principios del xx. El mundo hoy ya no puede repartirse por ser posesión casi exclusiva de la que al final de esta azarosa historia emerge como superpotencia única y el más poderoso imperio que jamás existió. Basta observar cómo casi todas las capitales del mundo tiemblan ante la última palabra o la última declaración que se pronuncie o esté a punto de pronunciarse en Washington. Si existió alguna vez la ilusión de que la Organización de las Naciones Unidas existía, esta fue prácticamente disuelta por decisión imperial después del fatídico 11 de septiembre, hace apenas 17 meses, y el más feroz unilateralismo ocupó enteramente su lugar.

Cuando en estos días escuchaba a nuestros distinguidos ponentes e invitados esgrimir afilados argumentos para discutir temas como la crisis económica mundial y especialmente en América Latina, el ALCA, los obstáculos para el desarrollo de los países pobres en el mundo actual, el papel de las políticas sociales y los hechos reales, muchas veces en detalle, que tales temas suscitaban sobre las causas de tantas y tales tragedias; cuando escuchaba que el PIB aumentó o se redujo, que el crecimiento sostenido se produjo y luego se detuvo, que el aumento de las exportaciones es el único camino para reducir el déficit, equilibrar balanzas, crear empleos, reducir el número de pobres, impulsar el desarrollo, cumplir obligaciones; o en otras ocasiones, cuando se afirmaba que las privatizaciones pueden ser muy útiles, crear confianza, atraer inversiones a toda costa, buscar competitividad, etcétera, etcétera, no dejaba de admirar la persistencia con que hace medio siglo se nos recomienda la forma de salir del subdesarrollo y la pobreza.

Dije anteriormente que toda opinión era respetable. Pero también pueden serlo las múltiples interrogantes y preguntas que asaltan nuestras mentes. ¿En qué mundo idílico estamos viviendo? ¿Dónde están las mínimas condiciones de igualdad que hagan posibles las soluciones que nos enseñan en las escuelas de economía para el desarrollo de los países del Tercer Mundo? ¿Existe acaso verdaderamente la libre competencia, igual disponibilidad de recursos, libre acceso a las tecnologías pertinentes, monopolizadas por aquellos que poseen no solo los frutos del talento propio sino también del ajeno, sustraído de los países menos desarrollados, sin pagar por él un solo centavo a los que con sus magros recursos lo formaron? ¿En manos y bajo el control de quiénes están las instituciones financieras internacionales y los grandes excedentes de fondos? ¿Quiénes son los poseedores de los grandes bancos? ¿Dónde, cómo y quiénes lavan y depositan las enormes sumas derivadas de las especulaciones financieras, evasiones de impuestos, comercio de droga en gran escala y los frutos de las grandes malversaciones? ¿Dónde están los fondos de Mobutu y otras decenas de grandes malversadores de bienes públicos, que con el beneplácito de sus tutores occidentales entregaron los recursos y las soberanías de sus países al capital extranjero? ¿Cómo, por qué vías y dónde están los cientos de miles de millones de dólares escapados de la antigua URSS y de Rusia cuando los asesores, técnicos, especialistas e ideólogos de Europa y Estados Unidos la condujeron hacia el brillante y bienaventurado camino del capitalismo, en el que una plaga de buitres salidos de todas partes se apoderó de gran parte de los recursos naturales y económicos del país? ¿Quién rinde cuenta moral de que hoy su población disminuya y sus índices de salud ―incluidos mortalidad infantil y materna― hayan empeorado, y muchos ciudadanos, entre ellos ancianos que lucharon contra el fascismo, sufran hambre y pobreza extrema, que afectan a millones de personas? ¿Quiénes destruyen las culturas nacionales de otros pueblos a través del monopolio de los medios masivos y siembran el veneno del consumismo en todos los rincones de la Tierra? ¿Cómo juzgar el gasto de un millón de millones de dólares en publicidad comercial cada año, con los cuales podrían resolverse los principales problemas de educación, salud, falta de agua potable y techo, desempleo, hambre y desnutrición que azotan a miles de millones de personas en el mundo? ¿Se trata simplemente de un problema económico y no político y ético?

La globalización neoliberal constituye la más desvergonzada recolonización del Tercer Mundo. El ALCA, como ya se reiteró aquí, es la anexión de América Latina a Estados Unidos; una unión espuria entre partes desiguales, donde el más poderoso se tragará a los más débiles, incluidos Canadá, México y Brasil. Un inmoral acuerdo para el tránsito de capitales y mercancías, y la muerte de los "bárbaros" que traten de cruzar los límites del imperio por el matadero de la frontera entre México y Estados Unidos. Para ellos no existe Ley de Ajuste que conceda derecho automático a residencia y empleo —cualesquiera que fuesen las violaciones y delitos que hayan cometido—,y que fue inventada para desestabilizar a Cuba como castigo por los cambios revolucionarios que tuvieron lugar en nuestra Patria.

Debo expresar resueltamente y sin vacilación alguna, como revolucionario y luchador que cree realmente que un mundo mejor es posible, el criterio de que la privatización de las riquezas y los recursos naturales de un país a cambio de inversión extranjera constituye un gran crimen, y equivale a la entrega barata, casi gratis, de los medios de vida de los pueblos del Tercer Mundo, que los conduce a una nueva forma de recolonización más cómoda y egoísta, en la que los gastos de orden público y otros esenciales, que antaño correspondían a las metrópolis, correrían ahora a cargo de los nativos.

En sus relaciones con el capital extranjero, Cuba recurre a formas de cooperación mutuamente beneficiosas y bien calculadas que no enajenan la soberanía ni ponen a merced del capital y el poder extranjero el control de las riquezas y la vida política, económica y cultural del país.

Como norma, no regalamos absolutamente nada y, puestos en el dilema de pagar un precio, damos al César lo que es del César y al pueblo lo que es del pueblo. Nadie se engañe, somos un país socialista y seguiremos siendo socialistas. Y pese a colosales obstáculos, estamos construyendo una sociedad nueva y más humana, con más experiencia, entusiasmo, vigor y sueños que nunca. Circula el dólar y comienza a circular el euro, a las que pudieran seguir otras para facilitar el turismo, pero circulan también fundamentalmente el peso cubano normal y el peso cubano convertible. La situación monetaria está bajo control. El valor de nuestra moneda nacional se mantuvo estable durante todo el año en el 2002, algo inusual en otros países, y no hay escape de divisas.

Entre los inmensos males que agobian a este hemisferio —como es de sobra conocido— está la gigantesca deuda externa, cuyo pago de capital e intereses absorbe a veces hasta el 50 por ciento de los presupuestos nacionales, en detrimento de servicios vitales para cualquier país: la salud, la educación y la seguridad social.

Los enormes intereses que se ven obligados a pagar los gobiernos por los depósitos en los bancos, para defenderse precariamente de los asaltos especulativos y la fuga de capitales, hacen absolutamente imposible todo desarrollo con los fondos propios de cualquier país.

El libre cambio de monedas impuesto por el nuevo orden económico, constituye un instrumento mortífero para las débiles economías de los países que pretendan desarrollarse. Hace rato el dinero ha dejado de ser inevitablemente un valor en sí, como lo fuera en pasados tiempos, que podía ser guardado y enterrado dentro de una botija como piezas de oro o plata.

En Bretton Woods ―como todos los economistas conocen―, Estados Unidos, que poseνa el 80 por ciento de las reservas mundiales de oro, recibió el privilegio de asumir el papel de emisor de la moneda de reserva mundial. Pero entonces, por cada papel moneda que emitía, contraía la obligación de convertir en oro su valor. La obligación se cumplió garantizando el valor del papel moneda mediante la estabilidad del precio del oro por el sencillo procedimiento aplicado por el gobierno de ese país, de comprar o vender el metal en cantidades suficientes cuando había excedentes o déficits del mismo en el mercado. Esta fórmula duró hasta 1971 en que un presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, después de colosales gastos militares y una guerra sin impuestos, adoptó la decisión unilateral de suspender la conversión en oro del papel moneda norteamericano.

Nadie podía imaginarse cuán colosal especulación se desataría después con la compraventa de monedas, que hoy asciende a cifras siderales de transacciones que superan el millón de millones de dólares cada día.

Por la credibilidad adquirida, el hábito de usar el dólar como instrumento de cambio aceptado por todos, el enorme poder económico del país que lo emitía, y la ausencia de otro instrumento, el dólar continuó ejerciendo su papel.

De ese privilegio no gozaban ni podían gozar los países latinoamericanos y otros del Tercer Mundo. Nuestras monedas son simples papeles en el mercado internacional. Su valor se limita a la cantidad de reservas en moneda externa, fundamentalmente dólares, con que cuente el país. Ninguna moneda nacional en los países de América Latina y el Caribe es ni puede ser estable. Su valor real puede equivaler hoy a 100, y en cuestión de meses, semanas o días, en dependencia de factores externos o internos, puede ser 50, 40, o el 10 por ciento del valor que tenían. Lo ocurrido con el idílico, utópico y folklórico intento en Argentina de mantener la paridad entre el peso y el dólar, terminó, como era lógico, en desastre; otro tanto ocurrió entre el real y el dólar. Países como Ecuador terminaron lanzando su moneda al basurero, adoptando el dólar directamente como única moneda de circulación interna.

En México, como norma, cada seis años el cambio de gobierno producía una fuerte devaluación que reducía considerablemente el valor de su moneda. Brasil, a raíz del último ataque especulativo y la crisis de 1998, perdió en apenas ocho semanas los casi 40 mil millones de dólares que había obtenido con la privatización de muchas de sus mejores empresas de producción y servicios.

La fuga de capitales es una de las peores formas de sangría económica que han estado sufriendo los países de América Latina en las últimas décadas. No se trata de remesas de ganancias obtenidas por inversionistas extranjeros; no se trata del saqueo que se deriva del pago de una deuda externa contraída muchas veces por gobiernos tiránicos y corruptos que despilfarraron y malversaron los fondos recibidos, o para asumir responsabilidades derivadas de deudas privadas y en ocasiones de robos o negocios turbios de la banca privada, ni tampoco de las pérdidas crecientes que ocasiona el conocido fenómeno del intercambio desigual; se trata de fondos creados dentro del país, plusvalía arrancada a los obreros mal pagados, o ahorros bien habidos de trabajadores intelectuales y profesionales, o ganancias de pequeñas industrias, comercios y servicios.

El yugo estrangulador que ata a los países latinoamericanos a la fuga de capitales, es la compra libre, sin restricción ni requisito alguno, de divisas convertibles con moneda nacional, fórmula impuesta como sagrado principio neoliberal por las organizaciones financieras internacionales. Se estima que tales fugas ascendieron, en algunos países como Venezuela, durante un período de más de 40 años, a 250 mil millones de dólares aproximadamente. Súmese a esta cifra los fondos nacionales que escaparon de Argentina, Brasil, México y el resto de América Latina.

¡Gloria al bravo pueblo venezolano y a su valiente líder, que acaban de establecer el control de cambio!, con lo cual ponen fin en su país a la tragedia que he mencionado.

Recuerdo que al triunfo de la Revolución cubana, en 1959, el conjunto de la deuda de América Latina ascendía solo a 5 mil millones de dólares. Su población, de 214,4 millones, se incrementó a 543,4 millones de habitantes ―de ellos 224 millones de pobres y más de 50 millones de analfabetos―, y su deuda a no menos de 800 mil millones de dólares, en el 2003.

¿Cuál es la causa por la cual esta región del hemisferio no hubiese alcanzado en la posguerra un desarrollo que pudiera ser similar a Canadá, Nueva Zelandia o Australia, que fueron colonias europeas en un tiempo menos ricas y desarrolladas que nosotros? ¿No se debe acaso en parte al dudoso privilegio de ser el patio trasero de Estados Unidos? ¿O será porque somos un despreciable conjunto de blancos, negros, indios y mestizos, y por tanto la negación de lo que los estudios del genoma humano y las investigaciones científicas han demostrado: que no existen diferencias de capacidad intelectual entre las distintas etnias que integran la especie humana? ¿Dónde está la culpa?

Comencé expresando que todo cuanto existió y existe ha sido impuesto a la humanidad. Coincido enteramente con Carlos Marx, quien afirmó que cuando el sistema de producción y distribución capitalista no exista, y con él desaparezca la explotación del hombre por el hombre, la sociedad humana habrá salido de la prehistoria. Basaba sus razonamientos en el desarrollo dialéctico de la historia de nuestra especie.

Este pensamiento puede parecer a muchos demasiado simple y demasiado distante. Marx estudió el capitalismo en su primera etapa, que coincidió con el nacimiento de una nueva clase llamada a transformar aquella sociedad, que inevitablemente devino explotadora y despiadada, y dar paso a una nueva época y a un mundo justo. Cuando tales puntos de vista sustentó, no existían siquiera la electricidad, el teléfono, los motores de combustión interna, los barcos modernos de gran velocidad y capacidad de carga, la química moderna, los productos sintéticos, los aviones que cruzan el Atlántico con cientos de pasajeros en cuestión de horas, la radio, la televisión, las computadoras. Se libró de la terrorífica visión de la forma irresponsable en que la técnica moderna ha sido utilizada por el hombre para destruir bosques, erosionar la tierra, desertificar cientos de millones de hectáreas de suelo fértil, sobreexplotar y contaminar los mares, liquidar especies vegetales y animales, envenenar el agua potable y la atmósfera.

Marx, que elaboró su teoría en las condiciones de Inglaterra, el país más desarrollado de la época, no planteó la necesidad de una alianza obrero-campesina, ni pudo percibir todavía el colosal problema que sobrevendría del mundo colonial de aquel entonces, algo que Lenin, su genial discípulo, siguiendo la línea de su pensamiento en las circunstancias especiales del Imperio Ruso, descubriría y profundizaría después.

En época de Marx, que observaba el desarrollo acelerado de la revolución industrial inglesa y la incipiente industrialización de Alemania y Francia, nadie habría sido capaz de prever, salvo que asumiese una actitud de adivino, algo tan ajeno a su carácter, el papel que vendría a desempeñar Estados Unidos de Norteamérica apenas 60 años después de su muerte.

Mientras Malthus sembraba el pesimismo, él alentaba la esperanza.

En aquel tiempo la geografía del planeta y las leyes que rigen la biosfera —tierras, bosques, mares y atmósfera— eran poco conocidas. Muy poco se sabía del espacio. No existía la teoría de la relatividad ni se había escrito una palabra sobre la gran explosión, el «big bang».

Marx no podía imaginar que el teléfono celular permitiría comunicarse de un extremo a otro del mundo a la velocidad de la luz, que millones de millones de dólares en acciones, monedas, operaciones de resguardo, productos básicos que no se moverían de su sitio, y otros títulos, pasarían de mano cada día, y que el valor de las ganancias especulativas superaría el valor de la plusvalía.

Marx creía por encima de todo en el desarrollo de las fuerzas productivas y las posibilidades infinitas de la ciencia y el talento humano. Concibió un mundo cabalmente desarrollado como condición sine qua non de la existencia de un sistema social capaz de producir los bienes necesarios para la plena satisfacción de las necesidades materiales y espirituales de la sociedad. No concebía la Revolución en un solo país, y vio tan lejos, que fue capaz de generar la idea de un mundo globalizado, tal como lo entendí siempre, hermanado en la paz y en el acceso al disfrute pleno de las riquezas que fuera capaz de crear. No podía pasar por su mente la idea de un mundo dividido entre pobres y ricos. "Proletarios de todos los países, uníos", proclamó, que en el mundo real de hoy podría interpretarse como un llamado a la unión de todos los trabajadores manuales e intelectuales, los campesinos y los pobres de todos los países, en busca de lo que se ha dado en llamar "un mundo mejor".

Por primera vez en la historia humana, nuestra especie corre un riesgo real de extinción. La amenazan no solo la destrucción de su medio natural de vida, sino también graves riesgos políticos, armas cada vez más sofisticadas de destrucción y exterminio masivo y doctrinas extremistas que podrían apoyarse en mortales y aniquiladoras fuerzas.

La paz no vive sus mejores días de gloria y esperanzas. Una guerra está a punto de estallar. No se trataría de un enfrentamiento entre fuerzas equiparables. De un lado estaría la superpotencia hegemónica con toda su abrumadora fuerza militar y tecnológica, apoyada por un aliado principal, otro país nuclear y miembro del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Del otro lado, un país cuyo pueblo ha sufrido más de 10 años de diarios bombardeos y la pérdida de cientos de miles de vidas, principalmente niños, por hambre y enfermedades, después de una desigual guerra provocada por la ilegal ocupación iraquí de Kuwait, que era un estado independiente y reconocido por la comunidad internacional. La inmensa mayoría de la opinión mundial rechaza con unánime oposición la nueva guerra. No acepta en primer lugar la decisión unilateral del gobierno de Estados Unidos, que ignora las normas internacionales y las facultades que corresponden a las Naciones Unidas, que ya de por sí son bastante pocas. Se trata de una guerra innecesaria, bajo pretextos nada creíbles ni probados.

Completamente debilitada por la anterior guerra que tuvo lugar en 1991 frente a Estados Unidos, Iraq —que en su conflicto con Irán fue apoyada y armada en no poca medida por Occidente— carece en absoluto de capacidad para contrarrestar el armamento ofensivo y defensivo con que cuenta Estados Unidos —capaz de anular cualquier riesgo de uso por parte de Iraq de un arma nuclear, química o biológica si ese país contara con alguna de ellas, lo cual es muy poco probable—, y sería además absurdo políticamente y suicida desde el punto de vista militar que intentara hacerlo.

El verdadero peligro radica en que tal acción bélica se convertiría para el pueblo iraquí en una guerra patriótica, y nadie podría de antemano asegurar cuál sería su reacción y su resistencia, cuánto duraría esa guerra, cuántas muertes y destrucción ocasionaría, y cuáles serían las consecuencias humanas, políticas y económicas de la misma para cada uno de los contendientes. El mundo sin duda sería sometido a colosales riesgos económicos en medio de la profunda crisis que hoy afronta. No podría calcularse lo que ocurriría en esas circunstancias con los precios del petróleo.

El pasado 29 de enero, cuando hablé en ocasión del 150º aniversario del natalicio de José Martí, recordé y analicé varios discursos pronunciados por el Presidente de Estados Unidos. Citaré en esta ocasión solo algunos párrafos que hablan por sí mismos:

"Vamos a utilizar cualquier arma de guerra que sea necesaria."

"Cualquier nación, en cualquier lugar, tiene ahora que tomar una decisión: o está con nosotros o está con el terrorismo."

"Esta es una lucha de la civilización."

"Los logros de nuestros tiempos y la esperanza de todos los tiempos dependen de nosotros."

"Y sabemos que Dios no es neutral." [Septiembre 20 del 2001].

"Nuestra seguridad requerirá que transformemos a la fuerza militar que ustedes dirigirán en una fuerza militar que debe estar lista para atacar inmediatamente en cualquier oscuro rincón del mundo, [...] que estemos listos para el ataque preventivo" [...]

"Debemos descubrir células terroristas en 60 o más países."

"Estamos ante un conflicto entre el bien y el mal."

[Discurso ante los cadetes en el 200º aniversario de West Point, junio 1º del 2002]

"Estados Unidos le pedirá al Consejo de Seguridad de la ONU que se reúna el 5 de febrero para considerar los hechos sobre los desafíos de Iraq al mundo."

"Vamos a consultar, pero que no haya malos entendidos. Si Saddam Hussein no se desarma plenamente, por la seguridad de nuestro pueblo y por la paz del mundo encabezaremos una coalición para desarmarlo."

"Y si nos obligan a ir a la guerra, vamos a luchar con el pleno poderío de nuestras Fuerzas Armadas."

[Declaración ante el Congreso, enero 28 del 2003]

Aunque el Presidente Bush expresa su convicción de que Dios no es neutral, lo cierto es que el Papa Juan Pablo II y casi todos los jefes religiosos del mundo están contra esa guerra. ¿Quién interpreta realmente los designios del Señor?

Aquí se discutía hace dos días cuál será el futuro de la humanidad. Algunos preguntaban qué vendría después de la globalización, si sería largo o breve el actual orden económico mundial, cuánto durará el nuevo sistema imperial. Intentaré con gran riesgo improvisar una respuesta a esas preguntas, sobre las que he meditado más de una vez.

Parto de algunas convicciones íntimas, en las cuales creo firmemente. Los hombres no hacen la historia. Los factores subjetivos pueden adelantar o retrasar los grandes acontecimientos, incluso por períodos relativamente largos, pero no constituyen el factor determinante, ni pueden impedir el desenlace final. Accidentes de gran trascendencia de origen humano o de origen natural, una guerra nuclear, la destrucción acelerada del medio ambiente y el cambio relativamente brusco del clima, pueden alterar todos los cálculos o pronósticos que hacen los más preclaros talentos de nuestra especie. Ambas cosas podrían todavía evitarse.

Los factores objetivos derivados del propio desarrollo de la sociedad humana son los que determinan los acontecimientos.

La economía no es una ciencia natural, no es ni puede ser exacta; es una ciencia social. Conceptos e ideas, tendencias y leyes surgidas en una época dentro de un sistema económico y social determinado, tienden a perdurar en el tiempo, aun cuando tales sistemas estén agotados o hayan desaparecido, lo cual no pocas veces perturba la interpretación más correcta de los acontecimientos. La enorme diversidad de opiniones y teorías que se escuchan en los encuentros o reuniones de las ciencias sociales son una prueba de ello. Servirán igualmente de ejemplo los enormes errores que se cometen en cualquier proceso revolucionario profundo.

De la política me parecería mejor decir que es una mezcla de ciencia y de arte, aunque más de arte que de ciencia.

Nunca debe olvidarse que tanto en uno u otro caso, la responsabilidad de la tarea corresponde a los seres humanos, y éstos son tan variados y variables como partículas llevan en las combinaciones de su mapa genético.

De la historia se puede sacar una lección en la que suelo insistir. Solo de las grandes crisis han surgido las grandes soluciones. Entiendo que de esta regla escapan muy pocas excepciones.

Nos encontramos hoy ante una gran crisis generalizada, tanto económica como política. Tal vez la primera de carácter plenamente global.

El orden económico prevaleciente ni es sostenible ni es soportable. No tiene solución posible sin grandes y profundos cambios. No es necesario abundar en datos, que aquí y en todas partes se repiten, para comprender la realidad. Los ejemplos de crisis locales, regionales y hemisféricas que se repiten con creciente frecuencia lo demuestran. De ellas no se libran ni países pobres ni países ricos. Muchos partidos están sumidos en total descrédito. Los pueblos se hacen cada vez más ingobernables. Los organismos financieros internacionales e instituciones afines como la OMC, o grupos de superricos como el de los 7, no encuentran ya dónde reunirse. Las organizaciones y los movimientos sociales afectados o sensibilizados por la tragedia que vive el mundo se multiplican en todas partes. Las tecnologías modernas han hecho posible la transmisión de mensajes sin acudir a la ayuda de los medios tradicionales de comunicación.

A pesar de los 800 millones de analfabetos que todavía existen, miles de millones de personas de una forma o de otra tienen acceso a determinadas informaciones y sufren a diario las calamidades del desempleo, pobreza, carencia de tierras, insalubridad, inseguridad; falta de escuelas, techos, condiciones higiénicas mínimas, autoestima y reconocimiento social. Hasta la propia publicidad comercial consumista exacerba la conciencia de sus propias carencias y desesperanzas.

No hay forma de continuar el engaño sistemático, no es posible matarlos a todos; son ya más de 6 220 millones los habitantes del planeta, que en solo un siglo se han multiplicado por más de cuatro veces. Al ejército de descontentos del Tercer Mundo se unen millones de trabajadores instruidos, y hombres y mujeres de los sectores profesionales y de las capas medias de los países desarrollados, cada vez más preocupados por su propio destino y el de sus hijos, al ver envenenarse el aire, las aguas, los suelos, las plantas y desaparecer lo agradable de cuanto los rodea, producto de la irresponsabilidad y la anarquía en el uso de los recursos naturales. La existencia de los ciudadanos en cualquier parte se convierte cada vez más en una lucha por la supervivencia.

Que la humanidad no tiene otra alternativa que cambiar de rumbo, es algo que no puede dudarse. ¿Cómo cambiará? ¿Qué nuevas formas de vida política, económica y social adoptará? Es la pregunta de más difícil respuesta, lo cual me conduce a la última idea que deseo expresar.

En esto el factor subjetivo deberá desempeñar su papel más importante, y para ello debe ser informado e incitado a pensar. Transmitir información, alentar debates, crear conciencia, será tarea de los más avanzados. Un ejemplo alentador de nuevos métodos de lucha fue el Foro Social Mundial de Porto Alegre. Las cien mil personas que allí se reunieron a meditar y debatir han mostrado una imagen de las fuerzas emergentes e impulsoras de los cambios que objetivamente se imponen en el mundo.

En Cuba llamamos a esta lucha Batalla de Ideas. En ella estamos fuertemente enfrascados hace ya tres años y dos meses. Más de cien programas sociales han surgido de esa lucha, la mayoría consagrados a la educación, la cultura general y artística, la masificación del conocimiento, la revolución de los sistemas de enseñanza escolar, la divulgación de conceptos sobre los más variados temas políticos y económicos, el trabajo social, la multiplicación de las posibilidades de realizar estudios superiores, la búsqueda a fondo de los problemas sociales más sensibles, causas y soluciones; la meta de alcanzar una cultura general integral, sin la cual no bastaría obtener un título profesional universitario para dejar de ser analfabeto funcional.

Son ambiciosos nuestros planes, pero estamos realmente alentados por los resultados que vamos obteniendo.

A pesar de que el mundo atraviesa una gran crisis económica, nuestro país ha logrado reducir el desempleo a 3,3 por ciento; esperamos a finales de este año reducirlo a menos de 3, con lo cual ingresaríamos a la condición de país con pleno empleo.

Quizás lo más útil de nuestros modestos esfuerzos en la lucha por un mundo mejor será demostrar cuánto se puede hacer con tan poco si todos los recursos humanos y materiales de la sociedad se ponen al servicio del pueblo.

Ni la naturaleza debe ser destruida, ni las podridas y despilfarradoras sociedades de consumo deben prevalecer. Hay un campo donde la producción de riquezas puede ser infinita: el campo de los conocimientos, de la cultura y el arte en todas sus expresiones, incluida una esmerada educación ética, estética y solidaria, una vida espiritual plena, socialmente sana, mental y físicamente saludable, sin lo cual no podrá hablarse jamás de calidad de vida.

¿Acaso algo impide que podamos alcanzar tales objetivos?

¡Queremos demostrar lo que todos proclamamos: que un mundo mejor es posible!

¡Ha llegado la hora de que la humanidad comience a escribir su propia historia!

Muchas gracias.

Versiones Taquigráficas – Consejo de Estado