El hombre que desafiaba la muerte
Fue un 25 de abril de 1958 cuando llegó a la Sierra Maestra aquel joven pequeño de estatura, de apenas 22 años de edad, y que solo sabía de la existencia allí de un grupo de barbudos interesados en cambiar la situación del país, razón suficiente para ir al encuentro de aquella aventura.
Venía descalzo, desarmado y extenuado por la travesía. Después de una larga entrevista con el Che, la cual bastó para que este se diera cuenta de que estaba frente a un soñador, Fidel lo recibió y le preguntó qué tipo de arma traía. Ante la respuesta negativa, el jefe de la Revolución se negó rotundamente a aceptarlo en las filas rebeldes, argumentando que con las manos no se podía enfrentar al enemigo y que el Movimiento 26 de Julio tenía órdenes bien precisas de no enviar a nadie sin armas.
Comandante –le dijo Roberto Rodríguez Fernández, que era como se llamaba aquel mozalbete–, pero es que a nosotros no nos mandó nadie, vinimos por nuestra voluntad, y usted no puede imaginarse los trabajos que hemos pasado durante más de un mes para llegar hasta aquí...
Mientras el recién llegado se deshacía en explicaciones, el líder rebelde escuchaba en silencio sus argumentos. En eso llegó Celia Sánchez, e intercedió a favor del jovencito. A Fidel le causó admiración y gracia oírlo hablar con tanto apasionamiento, razón que lo llevó a aceptarlo en las filas insurrectas.
Según contó Celia, los únicos zapatos que existían en aquel momento eran unas boticas mexicanas grabadas en blanco que ella tenía guardadas, las cuales entregó al muchacho de pies pequeños como su estatura, así surgió el sobrenombre que lo acompañaría hasta el final de su vida: «El Vaquerito».
En un inicio, aquel soldado que integraba la escuadra No. 14 de la Columna 1, comandada por Fidel Castro Ruz, cumplió varias misiones en el llano como mensajero; tareas que desempeñaba con esmerada precisión, ofreciendo datos muy certeros sobre el movimiento de las tropas enemigas y otras informaciones que le solicitaba el jefe rebelde.
Fidel le hacía muchas preguntas al Vaquerito y le gustaba oírlo hablar porque era muy ameno en la conversación, y cuando no tenía qué preguntarle sobre la misión que había acabado de cumplir, pedía que le contara aspectos de su vida pasada. Ahí mismo el simpático joven le decía que había sido vendedor de pulimentos de muebles, que los fabricaba él mismo, que hacía esto, lo otro...
Mas, con el paso de los días, Roberto comprendió que no había ido a la Sierra solo para llevar mensajes. Al enterarse de que los hombres que integraban su grupo no participarían en la invasión que comandarían Camilo y Che, se presentó ante Fidel y le dijo que, a esa misión, aunque fuera de soldado, iría.
El líder rebelde indagó acerca de las razones de tal decisión, más por la curiosidad de escuchar sus explicaciones, que por otra cosa. El Vaquerito respondió que le gustaba más combatir en las ciudades porque allí veía al enemigo más de cerca y se podía meter en los cuarteles… como en las películas.
Atendiendo a esa voluntad y a su arrojo, audacia y valentía, al formarse las columnas que llevarían a cabo la invasión, El Vaquerito pasó a integrar la número 8 Ciro Redondo, al mando del Comandante Guevara, que tenía la misión de llegar hasta Las Villas.
BAJO LAS ÓRDENES DEL CHE
Ya en territorio villareño se iniciaron ataques a las posiciones de la tiranía. En esas acciones, el muchacho de las botas mexicanas y del sombrero alón demostraba no tener miedo a la muerte, marchando siempre a la vanguardia.
Algunas anécdotas narradas por sus compañeros de lucha muestran su temeridad. Durante el ataque a Caibarién, una bala le rozó la cabeza; pero, después, en un momento de espera, se pegó al cuartel a conversar con los guardias y cuando todos se dieron cuenta, estaba dentro hablando con el jefe. Al ver que no quería rendirse, lo desafió a un duelo a pistola delante de todos los uniformados.
En otra ocasión, en Caracusey, el Che lo mandó a explorar la zona donde estaba el acantonamiento de la tiranía y al regresar, le preguntó: «¿Y el cuartel?». «Allá está –respondió Roberto–; lo esperan a usted para acabar de rendirse. Vi que estaba fácil, le entramos a tiros y lo tomé». Cuentan que Guevara daba patadas en el piso y decía. «¡Tú no cumpliste la orden! ¡Te adelantaste!».
Esa misma valentía fue la que lo llevó a plantearle al Che la necesidad de crear un grupo capaz de lanzarse al asalto en los lugares más arriesgados. Cuentan que el jefe de la columna rebelde lo miró serio y le dijo: «Entonces tú lo que quieres es un pelotón de suicidas», a lo que Roberto contestó: «¡Eso mismo: un pelotón suicida!». Y ahí vino la otra pregunta: «¿Y quién va a ser el jefe?, porque ese tiene que ser el primero en todo». El Vaquerito abrió los brazos: «Eso no es problema. El jefe soy yo»
Así nació aquella iniciativa, acerca de la cual el Comandante Guevara diría. «Era un ejemplo de moral revolucionaria, y a ese solamente iban voluntarios escogidos. Sin embargo, cada vez que un hombre moría, y eso ocurría en cada combate, al hacerse la designación del nuevo aspirante, los desechados realizaban escenas de dolor que llegaban hasta el llanto...».
José Rafael Hung Oropesa, el Chino Hung, uno de los integrantes del pelotón suicida, contó en fecha reciente la manera en que cayó su jefe. «Él estaba situado a poco más de 50 metros de la estación de policía. Desde el techo de una casa disparaba de pie, enfrentando el pecho al fuego enemigo. El segundo al mando del pelotón, Leonardo Tamayo, le gritaba insistentemente “tírate, que te van a matar”. De nada valió aquel reclamo. Fue así como una bala enemiga atravesó la cabeza de El Vaquerito. Eran aproximadamente las 4 y 30 de la tarde del 30 de diciembre de 1958».
Sobre la muerte de El Vaquerito escribió el Che como Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas de Las Villas:
«...recuerdo que tenía el dolor de comunicar al pueblo de Cuba la muerte del Capitán Roberto Rodríguez, El Vaquerito, pequeño de estatura y de edad, jefe del Pelotón Suicida, quien jugó con la muerte una y mil veces en lucha por la libertad».