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Gracias Fidel ... en Beirut

Aquel mediodía de julio de 1985, los disparos que se escuchaban en la zona de Al Hamra, en Beirut, indicaban que había sido roto, una vez más, el cese del fuego suscrito entre las entonces rivales milicias palestinas y chiitas de Amal.

Acostumbrados a 10 años de guerra civil, los transeúntes apenas se inmutaban al oír el tiroteo que, aunque sostenido e intenso, parecía tener lugar a varias cuadras de donde nos hallábamos.

Las calles estaban repletas de automóviles que iban hacia todas direcciones, raudos e incesantes, como gigantescas hormigas desesperadas porque han perdido su rastro sin poder encontrarlo.

Al observar el panorama, cualquier visitante desprevenido -de no ser por los disparos y los milicianos armados- podría pensar que la capital libanesa gozaba de una situación normal.

Los caminantes iban y venían sin prisa y hasta se detenían ante los escaparates de los establecimientos comerciales para enterarse de los últimos gritos de la moda o de las nuevas maravillas de la electrónica.

Sin prestar caso al tiroteo -o tal vez incitados por él- un grupo de jóvenes compraba entradas en un cine para ver la película en exhibición: Rambo.

!Qué ironía!, me dije, como si los libaneses necesitaran que Sylvester Stallone les enseñe en la pantalla lo que ellos conocen en la vida real de todos los días. Rambo aquí es un niño de pecho!'.

Para mí, el signo más inquietante era la repentina aglomeración de milicianos chiitas -dueños del sector- en la esquina que ocupa el restaurante Wimpy's, precisamente hacia donde me dirigía, tras visitar el Ministerio de Información por cuestiones de trabajo.

No podía evitar la tentación de sentarme a una mesa del Wimpy's cada vez que una tregua entre los combatientes de Beirut me lo permitía, para almorzar o saborear un café.

Iba con esos pensamientos en mente cuando, al llegar a la acera del Wimpy's, uno de los milicianos chiitas -de unos veinte años, ojos increíblemente claros, barba rojiza y Kalashnikov al hombro- me cerró el paso y preguntó en un inglés machucado qué hacía yo en Beirut y cuál era mi país de procedencia.

Sin detenerme y tratando de esquivarlo, bordeando una de las mesas y apartando sillas, le contesté que era cubano y estaba allí como periodista. Intenté seguir y entrar al restaurante, pero otro miliciano, que casi parecía su hermano gemelo, me lo impidió, aunque con el Kalashnikov no en el hombro, como el anterior, sino entre sus manos, como un bateador zurdo que intentara un toque de bola.

En ese momento comprendí que la situación era más seria de que lo que imaginé al principio. Sobre todo porque el primer miliciano, además de hablar machucado el inglés, también lo entendía machucadamente.

'Así que usted es un periodista de Canadá', me dijo, al tiempo que un tercer miliciano me miraba displicentemente. Este último combatiente de Alá tenía unos veinticinco años, barba recortada y un altanero porte militar. Parecía un ayatola recién egresado de West Point.

En ese momento recordé que, semanas atrás, dos diplomáticos amigos míos habían pasado por una situación similar y, aunque no sufrieron maltratos físicos, tuvieron que estar todo un día llenando sacos de arena para reforzar una barricada en los alrededores de una instalación militar chiita.

Otros diplomáticos, periodistas y hombres de negocio extranjeros habían corrido peor suerte, como es público y notorio, por sospechas de ser agentes de Israel o de la CIA norteamericana, o por serlos realmente. Pasaron meses y años en cautiverio, o sencillamente fueron ejecutados por captores de diversas confesiones y tendencias.

Yo, que siempre creo que no me va a ocurrir nada malo -aunque la vida, a veces, se empeñe en demostrarme lo contrario-, no pensé en lo peor. Imaginé que mi destino sería el arenal, idea que no me resultaba muy grata, sobre todo porque ese día de julio el sol caía como una llovizna de plomo derretido.

En ese instante, el ayatola de West Point se me acercó y, más que preguntar, ordenó en un inglés mucho más digerible: 'Repita, ¿de dónde es usted y qué hace aquí en Beirut?.

'Soy de Cuba y estoy aquí como corresponsal, como periodista', le dije, y sentí que algo se me alojaba en la garganta y me impedía hablar con claridad.

Creo que desde el fiat lux divino que, según la mitología bíblica, disipó las tinieblas del universo ninguna otra expresión tuvo mayor poder de transformación.

Al escuchar mi respuesta, el miliciano jefe se transfiguró, me hizo el saludo musulmán y exclamó: 'áCuba, la tierra de Fidel Castro y Che Guevara! Bienvenido al Líbano, mi amigo. Aquí usted no tiene ningún tipo de problema. Bienvenido'.

Luego habló en árabe a sus dos compañeros y, acto seguido, les dijo en inglés, para que yo lo escuchara: 'El es un amigo de Cuba y puede estar en el Líbano sin ningún problema'.

Lo que quiere decir ?pensé- que de no ser cubano, sí los habría tenido. Y tragué en seco. Me tendió la mano, se excusó por el contratiempo y me deseó buena suerte durante mi permanencia en el país.

Desistí de mi almuerzo en el Wimpy's para evitar posibles encuentros con milicianos menos conocedores de la historia contemporánea y tomé un taxi con rumbo al apartamento en que vivía, en la barriada de Raouche, para hacer las informaciones del día.

A lo lejos continuaban los disparos, acompañados a ratos por el tronar de morteros y cañones. El frente de batalla se ampliaba.

Cuando ya estábamos llegando, el taxista creyó que le hablaba y me miró, solícito, por medio del retrovisor. Pero no era con él. Yo solo había susurrado para mí: 'Gracias, Fidel, de buena me has librado'.

Fuente: 

Prensa Latina

Fecha: 

14/03/2020