Poemas

Fidel en el milagro de cada día

“¡Rendir montañas y amasar estrellas!”
Rubén Martínez Villena

Desde el llano de mi infancia
veo la foto de un estudiante junto a una gran
campana silenciosa – la que llamó en la Demajagua
A romper las trabas coloniales. El
defiende con otros esta campana postergada,
y parece mirar desde la foto impresa más al futuro
que al horizonte, y adivina férreas batallas
cuyo escenario aún no aparece en los partes de guerra.

Otro día se habla en el barrio de Cayo Confites.
En el cayo se adiestran los que quieren limpiar
de escoria las torturadas comarcas de Santo Domingo.
Y allí el joven, en su puesto, en busca del destino
mayor de las Antillas.

Pasan días desgajados, títulos negros y amarillos
en los diarios, rumores de aldea, patrañas políticas
y algunos efusivos dicen que vieron al joven
de pecho descubierto en el torrente del pueblo en Bogotá,
el día en que fue muerto Gaitán.

Medio siglo de república a tientas
y aún perturban el cielo y la tierra
los ávidos aspirantes al trono tropical.

No siempre se sabe – como sí en los filmes –
quiénes son los buenos buenos y quiénes los insalvables
sin pudor: de la selva política surge a veces
un gesto definitivo como el de Supervielle,
y entre los aparentes próceres hay suaves doctores,
humanistas de cuello azul, jóvenes de alzada sonrisa
que solo esperan la ocasión de abrir las fauces
y desplegar las uñas.

Sobreviene la madrugada cuartelaria de marzo
y empieza la farsa sangrienta del general
cuya cabeza gira la compás de las aspas pentagonales
del Norte cada vez más revuelto y cada vez
más mísero y brutal.

Aún así, como dicen los que han vivido,
nunca es más sombrío el firmamento
que en las vísperas de un limpio amanecer.

De las raíces del país traicionado
surge una fase nueva de rebeldía cívica. Y es
el joven letrado el que apremia, el que busca
en cada palmo de tierra a los ignorados
que pronto moldearán con sus manos
una diversa historia

El joven de cabeza erguida hila, urde, trama,
sueña con eso que los tibios, los débiles
llamaban y llaman con desdén la Utopía.
Y se abre paso entre la manigua de un ayer
detenido en la piel de dinosaurios políticos.

De nada vale ahora preguntarse
que hubiera ocurrido y qué no hubiera
sin la herida de aquella triste, desafinada
noche del diez de marzo. La historia es un enigma
que solo puede verse en los espejos del hecho consumado.

Y el joven líder que siempre quiso ser un mambí
en las Guásimas, Mojacasabe, Peralejo, y rubricar
él también la letra de honor de Baraguá,
el que dijo desde la ciudad de Santiago de Cuba
al mundo en la prístina madrugada del triunfo:
ahora no será como en el 95, con la ingerencia yanqui,
ahora sí es la Revolución, inventará
insólitos periódicos, escasos de papel, de dinero,
de tinta, pero no de justos sustantivos,
de adjetivos que hacen blanco en la piel del asesino.

El sabe con José Martí que no puede medirse
la historia por esos siglos grises, de cabeza baja
frente al opresor, sino por los instantes
que empollan la rebelión. Va el primero al combate,
y no teme ni a las balas ni al tiempo. Sabe –
ahora con Marx – que el tiempo es el espacio
donde crecen los forjadores de la Revolución.

Revolución: una palabra que rasga
su propia envoltura. Paso grande hacia estremecidos
horizontes y un alzamiento de almas,
para poner algo de sol en la noche de los desposeídos.

El Moncada no fue un bíblico clamor sin respuestas.
Fue ese instante esbozado por Martí, y como dijo Fidel
dos décadas después, la carga poética que pedía Rubén.

Porque nunca perdió el pueblo la brújula,
y las vivas simientes pasaron de una mano a otra,
hasta emerger en aquella Generación del Centenario.

¿Fue el azar el que empujó la noble cabeza negra
del oficial Sarría hacia el monte, para salvar a Fidel?

¿Fue una extraña providencia – o simplemente miedo-
lo que detuvo el brazo criminal de Eutimio,
allá en la Sierra, meses después del naufragio del Granma?

La saga de Fidel no se acomoda en unos versos,
ni en libros prominentes de amigos ni enemigos.
Porque es la angustia y el júbilo del pueblo en su encrespado
devenir. Se dirá destino, casualidad, suerte infinita.

Pero si es que el destino existe como sentencia escrita,
nunca habrá de premiar a los que huyen, o duermen
ajenos al fragor del mundo. Si es que el azar propicia
el fin de las sombras, ha de ser para aquellos
que van erguidos, a pecho descubierto, en busca
de las encrucijadas y los retos del siglo.

Para los que dicen con FIDEL: es preferible
que se hunda el mundo, con sus montañas, sus tigres,
sus naranjos y antílopes, y la gesta sucesiva
del hombre y del mar, antes que vivir en la crispante
pesadilla del miedo y la mentira.

Por eso los milicianos que en abril van de los surcos
al combate, se admiran cuando desciende Fidel
de un tanque en Girón, para trazar en las arenas
el signo final de la Victoria.

Los humildes desnudos y extraviados,
bajo el temible viento, lo ven de súbito entre ellos,
desafiando las aguas enemigas del Flora.
Y los niños soldados, trenzados a las antiaéreas,
lo encuentran en el puesto de mando de la Crisís
de otro noviembre violento, entre ciegos cohetes
y alaridos yanquis, entre titubeantes mensajes de la ONU
y de N: Jruschov. Lo ven alto y sereno,
como el pueblo, fijando el equilibrio
de un planeta a punto de estallar.

Pocas veces, dijo el Che, brillo tan alto un estadista
Pero faltaban aún incontables combates – de trincheras
de piedra, de trincheras de ideas- y una y otra vez
volverían las estrellas del Comandante a marcar
la ruta en la Rosa de los vientos.

Estamos vivos de milagro, dijo Fidel
al evaluar los conflictos del siglo.
Y sin embargo, apuntó Rafael Alberti, el milagro existe.

El milagro de cada día en Cuba, de su Revolución,
nunca sola, sino alzando su bandera en otros pueblos,
no sola sino unida al corazón y al destino del mundo.

El siglo y el milenio desparraman ya
su último oleaje en las orillas. El siglo
en que nació Fidel – se dirá siempre-
que ha sido a veces pródigo y las más avaro y trágico
para la gran humanidad.

Época de sueños vividos, de sueños destruidos.
De sueños rehaciéndose todos los días, como el mar.


Fidel protagoniza la dignidad de un mundo en agonía.
La cierta, la humana hazaña de lo imposible.

Fidel, desde Cuba asediada, rescata
el fuego olvidado del padre Prometeo.
Honor al que ha sabido vivir, soñar y concebir.
Al comandante que cada día nos enseña
que es posible rendir montañas y amasar estrellas.

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