Con la historia y entre el pueblo
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Chávez y Fidel marchan por Bolívar. Porque son continuadores de las ideas de unidad americana del Libertador y porque anduvieron por las Cuadras Bolivarianas de esta ciudad de Caracas, que así las llaman los caraqueños aunque lleven en los mapas otros nombres. Las mismas piedras o el suelo todavía adoquinado en algunos lugares que, de enero a julio de 1881, pisaba José Martí para llegar hasta el Colegio Santa María, con un mandato de su conciencia: "Deme Venezuela en qué servirla; en mí tiene un hijo." Hoy hemos caminado con la historia y entre el pueblo.
Era un río humano el que acompañaba el paso en júbilo desbordante. Del Panteón Nacional, que guarda los restos inmortales del Libertador, hasta el Cuartel San Carlos, esencia misma del decursar venezolano durante más de 200 años de la lucha por la independencia.
Chávez, manos enguantadas, deposita en las manos de Fidel la espada limeña de Simón Bolívar. Afuera, les aguardaban desde temprano un caudal inagotable de solidaridad, hermandad y esperanza. Lo vimos en aquella mujer que se abalanzó al paso de los dos presidentes enarbolando un letrero donde pedía ayuda médica en Cuba para su pequeña hija. Ella habla por su corazón y no por las campañas que en ciertos círculos arremeten contra la presencia de los médicos cubanos que tanto agradece el pueblo. Era tal la muralla humana que no pudimos conocer los detalles de lo que Fidel y Chávez conversaron con ella. Pero en su gesto entrañaba la confianza.
Luego ese río humano, hermoso, les acompañó hasta la casa marcada con el número 565 norte, en la estrecha calle adoquinada, en cuya pared frontal dos placas modestas rezan: "Aquí en el Colegio Santa María dictó clases durante su estadía en Caracas 1881 el prócer cubano JOSÉ MARTÍ..." y "Por aquí pasó el hombre de la Edad de Oro, formador de la infancia JOSÉ MARTÍ". De nuevo a la calle, junto a los caraqueños que aclaman: Fidel, Chávez...
El paso rápido, los cuerpos pegados, la gente que quiere llegar hasta tocarlos, llevan en esta marcha bolivariana hasta la casona ubicada entre las esquinas de Traposos y San Jacinto, a otro templo sagrado de la Patria americana.
La emoción embarga nada más pensar que estas gastadas baldosas de cocido barro rojo recibieron un día las pisadas del niño Simón, nacido -se dice- en esa misma cama. Justo al lado, está la Casa Museo.
En el libro de los visitantes queda esta inscripción: "Nunca soñé un día como este en que tuve el inmenso honor de conocer y vivir en parte las emociones que nacen en este lugar sagrado donde nació la mayor gloria que ha tenido el continente: el Libertador y Padre de nuestra América", y lo firma Fidel Castro, oct. 27 del 2000. Se sale hacia la Plaza Venezolana donde miles de caraqueños aguardan y es fiesta donde resuenan los sones de mi Cuba con el más puro sabor oriental. Doblamos la esquina y se prosigue el camino que nos llevará a la Plaza Bolívar, donde la estatua ecuestre mira hacia el Palacio de Gobierno de la ciudad.
Son emotivas las palabras del alcalde que hace entrega de la llave de la ciudad al distinguido huésped. Los voladores asustan a las palomas que inician vuelo para volver a posarse en la plazoleta. Fidel pide que cese el fuego de este alborozo expresado con la tradición de estos pequeños y personales fuegos artificiales y comienza su breve discurso desgranando sentimientos y emociones. Ha visto rostros, cientos, miles de ellos, les ha mirado a los ojos y les reconoce como "personas entusiastas, amables, llenas de esperanza". Habla del espíritu de optimismo y del aliento y la alegría.
Concluye sus palabras, y cuando parece que abandonará el lugar porque luego esperan los ciudadanos diputados, el mar de pueblo le envuelve y acude como barca que sabe bien su rumbo.
Debo hacer estas líneas, dejo atrás la apoteosis, pero lo hago con la certeza de haber sido testigo poco elocuente de tan indescriptible entrega. No peco si les digo que en Fidel está ocurriendo exactamente lo mismo que hizo que hace casi 120 años escribiera Martí recordando a Caracas, donde tuvo amigos generosos, y a la que llamó ciudad gallarda, sagrada tierra: "Días de fiesta me parecieron, aunque eran días de trabajo los primeros que pasé en Caracas, a bien que para mí los días de trabajo son los verdaderos días de fiesta.".