Fidel y Chávez en Carabobo; así, desafiantes, inagotables
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El manso aleteo de una mariposa entre él y su amigo motivó la expresión: «buen augurio; eres tú, que andas por ahí». En el visitante sonrió, mientras retomaba su esbozo: el genio de Bolívar, la osadía de Sucre, la intrepidez de Páez...
— No es un profesor de historia venezolano –interrumpe de nuevo su par– «es el Presidente de Cuba; nos está dando una clase de historia venezolana».
— Solo rememoro unos hechos –dijo el aludido –. Pero el interlocutor de nuevo elogió su sabiduría.
El primer 29 de octubre del actual siglo, cuarta y penúltima jornada de una visita que no para de trascender, los ojos de una parte del mundo y Latinoamérica miraban a Carabobo. Ante las cámaras de Aló Presidente, en uniformes de campaña, dos inagotables de América. De luz se desbordó aquel mediodía de domingo en esta llanura, donde lo glorioso merodea como el aletear de las mariposas. Émula del sol fue la historia, también en esa jornada.
«Me acabo de enterar, por Eusebio Leal –dijo Hugo Chávez, conductor del programa–, que el general Cedeño -Manuel, nacido en Bayamo- murió aquí […]. Bolívar -cuando lo supo- exclamó: «ha muerto el bravo de los bravos».
Una raíz hermandad hilvanó la conversación; «los antecedentes del más brillante de nuestros generales, Antonio Maceo, al igual que uno de sus hermanos, José, eran venezolanos», comentó Fidel, invitado de Chávez en el programa.
La plática de ese día entre los dos líderes había comenzado antes, a unos metros de allí, mientras recorrían el conjunto monumental erigido a la batalla que el 24 de junio de 1821 selló la derrota del colonialismo español, y con ella la independencia de Venezuela.
«Íbamos mostrándoles las diferentes áreas», narra uno de los dos guías que conducían a los comandantes por la instalación; «recuerdo que ellos, mientras caminaban, sostenían una controversia filosófica sobre el tiempo de Dios y la perfección. Fidel se nos acerca de pronto, pone su mano en el hombro de mi compañero y le pregunta el nombre.
— Bolívar, mi comandante –Chávez observa y sonríe.
— ¿Y el suyo? –indaga el visitante, esta vez dirigiéndose a mí.
— Moncada, mi comandante. –La risa de Chávez sube de tono, Fidel lo mira y se vuelve: «¿y su apellido cuál es?».
— Bolívar Wiliyak.
— Ajá. ¿Y el de usted?
— Moncada Jens.
«¡Ja! –reacciona Fidel– ¿'tas viendo Hugo?, no todo es perfecto, ¡estos cadetes tienen apellidos yanquis!». Entonces reían los dos, recuerda Moncada. «Ese día vi el reverso de la persona mala que nos mostraba la propaganda capitalista, como después harían con mi comandante Chávez, y hoy con Nicolás Maduro».
«¡Caramba! –me dije–, ¡este no es el Fidel que me habían pintado! La presencia de él transpiraba sabiduría, tranquilidad, su voz era muy bajita, y todos callaban cuando expresaba una idea, ¡lo hacía con tal lucidez! Para mí fue algo inolvidable».
Moncada Jens tuvo igual impresión de Fidel, mientras el líder cubano esbozaba la historia de su país; lo conmovió el especial afecto del Comandante en Jefe hacia Chávez. «Hugo, cuídate», le oyó decir en Aló Presidente.
«Apenas soy una débil paja, arrastrado por el huracán revolucionario», le respondió Chávez, parafraseando a Bolívar. Entonces el barbudo asintió: «los hombres que luchamos por una causa estamos más allá del temor a cualquier peligro, a cualquier sacrificio […] hay que desafiarlos».
Fidel y Chávez, andan así, por ahí, desafiantes; inagotables en la esperanza.